Pasaron ya quince días desde la catástrofe de Angrois. En este tiempo, las víctimas han recibido tierra, los heridos van recuperándose y los familiares tratan de asumir la tragedia y sus consecuencias en el duro camino a la normalización a través de los avatares y cuitas de la vida diaria. Es cierto que para ellos nada será igual, porque las cicatrices del cuerpo y del alma son muy difíciles de borrar, pero habrán de intentarlo.
Entretanto, con la cabeza del maquinista puesta en la picota por parte de autoridades -¡qué descaro, el del ministro del Interior!-, Renfe y Adif, desde el minuto uno, hemos ido descubriendo cosas. Ahora nos cuentan los presidentes de ambas compañías que la vía de Ourense a Santiago es convencional y que carece de los sistemas de seguridad de última generación, reservados a las líneas en las que los trenes circulan a más de 200 kilómetros por hora. Además, que el tramo de la curva de Angrois no registró ninguna alegación en el tiempo de exposición pública.
Pues qué bien. Si el siniestro produjo dolor, impotencia y resignación, las explicaciones producen indignación. Parece que un tren a 250 kilómetros por hora por una vía sin apenas curvas merece mayores medidas de seguridad que uno a 200 por hora tomando una curva de 90 grados. El resultado de esa lógica está a la vista y no precisa explicaciones: ochenta muertos y un centenar largo de heridos. Sin más.
En cuanto al argumento de la falta de alegaciones contra el tramo accidentado, resultaría de risa si no hablásemos de un asunto tráfico. ¿Es que la proliferación de defraudadores fiscales justificaría que las Agencia Tributaria no tomase medidas para evitar esa práctica? ¿Espera Tráfico que alguien proteste o se queje -alegue- del exceso de velocidad o de un stop no respetado, para tomar medidas contra los infractores? ¿Qué broma es ésta?
A ver si lo sucedido sirve, al menos, para evitar el matute en los tramos que restan por construir.No devolverán la vida a nadie, pero igual evitamos el riesgo de que puedan morir más, que no es poco.
