Opinión

Los derechos del viandante

Desde muy antiguo, el viandante es la persona que hace viaje o anda camino, ir andando de un lugar a otro; andar determinada distancia, pasear, deambular... Puede ser conocido también como caminante, peatón, transeúnte.


El caminante de altos vuelos por donde transcurre es un desconocido; de donde procede, nadie lo sabe y menos todavía a donde va. A veces, ni siquiera él mismo lo sabe. A simple vista, nos parece una persona normal y que va a sus asuntos como cualquier otra persona. Pero una ez en camino, lejos de su localidad, ya no es más que un simple viandante; nos cruzamos con él y nos parece que lo único que hace es precisamente andar. Y que no es poco.


Visto lo visto, el viandante por naturaleza es aquel o aquella que no hace más que andar, bien que en ello encuentra placer o lo ejercita por prescripción facultativa. O también porque no sabe hacer otra cosa.


El verdadero viandante debe llevar consigo un zurro, cayado o bastón, que puede servirle, llegado el caso, de su única arma de defensa; ha de cuidarse que a su cabeza no le alcance el sol y, a ser posible, tampoco la lluvia. Puede llevar tranquilamente a su espalda una pequeña mochila para transportar los útiles domésticos indispensables.


En realidad, aunque no exista legislación al respecto, el viandante, quiérase o no, es titular de ciertos derechos; a saber: De entrada, tiene naturalmente derecho a caminar libremente por todos los caminos y senderos. Es bueno para él que, si le es posible, soslaye las carreteras para evitar los automóviles, motos y bicicletas, principalmente porque pueden significarle vehículos peligrosos y molestos. Aunque, por otro lado, en las carreteras hay bares y cafeterías, en cuyos establecimientos puede sentarse a la puerta si, como es de razón, hay asiento para descansar y puede entrar a beber y comer, si lleva con que pagar.


Igualmente, tiene también derecho a que le digan los caminos, le adviertan de los peligros y le den los consejos pertinentes para guiar mejor sus pasos. Tiene perfecto derecho a sentarse en los atrios de las iglesias y en los pretiles de los puentes; a pararse a descansar al lado de las fuentes y tomar sus aguas, si son potables; a pedir y obtener, en las casas que halle a su paso, un momento de descanso, un vaso de agua, un momento a la lumbre en el duro invierno, un pedazo de pan, si no puede comprarlo, techado contra la lluvia y la tempestad o tormenta. Fruta del tiempo en verano. Tiene derecho a dormir en todos los pajares y leñeras exteriores y a pararse, y escuchar, en donde encuentre gente reunida. Y a que la gente escuche historias. Y si, además, en el camino hay fiesta o romería, puede detenerse a bailar, si sabe hacerlo.


Realmente, todos los árboles que hay a un lado y a otro del camino están, desde luego, a disposición del viandante, para hacer de su sombra hogar pasajero, del mismo modo que puede bañarse, si sabe nadar y guardar la ropa, en todos los ríos, acogerse, con cuidad, debajo de las rocas.


Tiene también derecho a ser asistido, con remedios caseros al menos, en traumatismos y enfermedades súbitas. Y no procede nunca azuzar contra él los perros y reírse cuando se le ve apurado para defenderse de ellos.


Sea como fuere, el viandante tiene a su libre disposición el aire y el sol, el aroma de los campos y los montes, el canto de los pájaros, de las moscas de los zarzales y de las frutas silvestres.


Y, para concluir, y a la espera de que nuestros caminos próximos el año que viene, se llenen de peregrinos caminantes, al fin y al cabo, manifestar que el viandante, en todo momento libre y espontáneamente, debe ir, con libertad, contando historias. Y, al mismo tiempo, deberá disfrutar, por su parte, del excelente derecho a no contar la suya.



Te puede interesar