Opinión

Ocurrió en Portugal

El mesonero tenía esposa, como cualquier hijo de vecino, y mientras aquel aplicaba auténticos mandarriazos a un jamón serrano y alistaba otras viandas con las que saciar nuestro apetito, la buena señora con una obsequiedad digna de agradecer, nos mete en el brete de acompañarla desde nuestro país para pisar campiña portuguesa. Aún no pertenecíamos a la Unión Europea. El tiempo vendría justo para tener montada mesa, mantel, tenedor y cuchillo. ¡Dicho y hecho’ En mangas de camisa y con esa inocencia y candor propios de la juventud, colgamos a modo de escapularios sendas máquinas tomavistas y en marcha hacia lo desconocido. Nuestra guía conoce los vericuetos con los ojos vendados a fuerza de recorrerlos, quizá desde cuando los moros abandonaron Granada.


Dejando atrás un monolito triangular con las inscripciones de cada país ya nos deslizamos a través de vegetación lusitana. Y precisamente en la casucha que figura como avanzadilla y hace de tienda variopinta con reclamo de maletas y cortinas de embutidos, nuestra negociante minorista nos abandona y orienta para que sigamos a la aldea que se divisa desde allí. La consigna es regresar al cuarto de hora. Estrechas callejuelas, embarradas, silencio sepulcral, ausencia de almas vivientes y carencia total de atractivos dignos de reflejar en celuloide. La adquisición como ‘souvenir’ de media docena de botellas de vino verde en chigre inmediato, nos hace incurrir en despiste. Detectada la presencia de extraños, nos vemos observados por dos celosos funcionarios que, en rápida arrancada, nos interpelan con verborrea apabullante. Por cierto, la voz cantante la llevaba el pelirrojo, y denotando ser un mala uva insoportable. Ningún signo externo en bocamanga ni en las hombreras de sus uniformes que justificase que el otro está en inferioridad de cargo. Sin grandes miramientos allá vamos camino de jefatura con máquinas, botellas.


Un dormitorio con doce camas impecablemente dispuestas sirve de sala de audiencia para el desarrollo del juicio a que vamos a ser sometidos. Seis guardiñas (guardia fiscal) más nos primatizan sin pestañear como a monos en zoológico. Y así dos interminables horas manteniendo la posición vertical y aguantando como suplicio de Tántalo las botellas de marras que llegan a pesar tanto o más que las de butano. Hasta que al fin hace entrada triunfal la máxima jerarquía y acusa notorio malestar por haber sido malograda parcialmente la siesta habitual. Se le improvisa, de inmediato, una mesa en el pasillo del dormitorio y con corrección inesperada, va enumerando con cuentagotas los cargos de que nos acusa el mala uva. Cruce clandestino de frontera, portar aparatos de filmación, carecer de documentos de identificación y visado y contrabandear a base de sendas garrafas de vino selecto del país. ¡Ahí es nada! Sudando copiosamente rebatimos argumentando lo indecible y admitiendo, con machaconería, culpabilidad de alto copete. Declaramos no haber filmado nada del entorno puesto que no existen casamatas, refugios de guerra, emplazamientos antiaéreos ni simples alambradas, y prometemos solemnemente no incurrir en nuevo desliz a cambio de obtener la libertad y sernos devueltas las cámaras tomavistas. Acto de contricción en elocuente postura y emoción a raudales al recitar un fragmento de poema que atañe a afectivad de lazos entre gallegos y portugueses, lazos de consanguinidad de primos hermanos.


Y para terminar, un recurso importante: ¿qué se ganaba trayendo de calle a nuestro embajador, que a lo mejor se lo estaba pasando bomba en el casino de Estoril?, ¿a qué forzar una urgente reunión de la ONU por un quítame allá esas pajas?, ¿para qué remover el avispero sensacionalista de la prensa por la simple filtración de dos bípedos implumes? El fallo absolutorio puso de manifiesto la caballerosidad del comandante de puesto que ordenó nuestra expulsión hacia España con pertrechos y todo.


Hicimos los 100 metros lisos en fracción de segundos, pero al equivocarnos de senda giramos en redondo y damos otra vez cara el pueblo. El pelirrojo extrae el clavel del cañón de su espingarda y atinamos de churro con el camino exacto hasta localizar la tienda variopinta desde la que nos hace señas a modo de brazos elevados al cielo la consorte del mesonero. ¡Si han transcurrido cinco eternas horas! Hacemos relato de nuestras cuitas y nos recrimina por no haberla mencionado como nuestra anfitriona dada las relaciones cordiales que entre sí mantenían ambas orillas. Casi tocando con la mano el bendito pueblo en que yace nuestro coche con documentación y chaquetas en su interior. ¡¡Alto!! Dos guardias civiles nos rodean. ¿De dónde vienen ustedes? ¿Son portugueses o españoles? Contestamos: ‘¡Somos senegaleses, adscritos al servicio de Investigaciones Científicas y venimos de Portugal de filmar las instalaciones subterráneas de producción de gasolina sintética y las rampas de lanzamiento de cometas de colores. Traemos planos y aquí las muestras de carburante en estas seis botellas!’. Y así, a lo loco después de lo pasado, pudimos arribar al mesón de Peleteiro a tiempo de saborear no el almuerzo, pero sí una cena harto exquisita.


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