Opinión

El lego de Eloy

No sé contar cuentos. Menos aún si tienen que tener un final feliz. De mi infancia apenas se han quedado a vivir en mi memoria unos pocos “érase una vez” de historias crueles. No sé si a Eloy le gustan los cuentos. Me temo que ahora no. Creo que hace tiempo que ni jugar le gusta. El pequeño balcón de su casa cobija juguetes abandonados, dañados, arrinconados con rabia. Pero hoy Eloy está sentado en el suelo. Limpia con cuidado y tranquilidad las piezas de una especie de lego. Las coge con mimo entre las manos mientras decide qué construirá con ellas. Se le ve sosegado y, de vez en cuando, se le escapa una sonrisa pequeña, tímida, como si ya hubiera olvidado cómo se hace. Es entonces cuando tomo conciencia de la severa seriedad que acompaña a este niño del tercero en los últimos meses y de la tristeza que desprende, no apta para tan pocos años vividos. Me doy cuenta de que la voz de Eloy hace tiempo que se dejó de oír en este patio dando paso a un murmullo inaudible. 

El adolescente-niño que entraba al portal con calma, arrastrando la mochila mientras se despedía de los amigos con un gesto de dejadez estudiada, simplemente se esfumó. Fue sustituido por  una sombra encogida que entraba jadeante al portal, sudorosa, mirando hacia atrás con terror y con la cara empapada de lágrimas que ansiaban arañar la humillación y la rabia acumuladas durante ya demasiado tiempo. Caigo en la cuenta de que ahora nunca hay nadie de quien pueda despedirse, de que llega escoltado por la soledad que ha sido dictada como una sentencia de muerte, porque hay muchas maneras de morir o, muy pocas de saberte muerto cuando eres un adolescente. Esta cuarentena, que semeja una cadena perpetua cuando las hormonas se encuentran en plena revolución incontrolada, para Eloy ha supuesto una sanadora libertad provisional. Ha guardado móvil y ordenador con un candado imaginario y ha retomado sus piezas de lego, tal vez para tocar con las manos la posibilidad de construir otro día. Descubro a su madre desde la puerta del balcón, a oscuras, con ojeras, rastreando las heridas sangrantes de su hijo, sabiendo que los golpes físicos ya curados no serán el problema. Por primera vez en meses Eloy se siente seguro y a salvo. Me pregunto si sus acosadores, en esta aparente oleada de solidaridad que nos envuelve, habrán descubierto la vergüenza de sus actos. Cuando de nuevo los unos y los otros se miren a los ojos, ¿Qué descubrirán? ¿Jugarán a construir con el Lego o a destruir las piezas? Su madre lo llama para comer. Por primera vez en meses escucho la voz de Eloy. Suena a libertad prestada. Espero que se convierta en libertad permanente.

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