Opinión

Esto de correr debe tener algo

Ya he hablado en más de una ocasión de la pasión por correr. También he repetido hasta la saciedad que este “vicio” ( vaya, este gusto especial, este desmesurado apetito de dar zancadas por caminos, que incita a probarlo frecuentemente, hasta diríase a veces que con exceso) se tiene o no se tiene, aquí no hay medias tintas. Y si comprendo a la gente que es incapaz de encontrar atractivo alguno en esto de correr, y en lo de sufrir a veces corriendo, también pido que comprendan que los corredores populares a nadie obligamos a entender nuestra afición, e incluso nos resulta difícil, por no decir imposible, explicar a otros qué vemos en esa práctica que exige madrugar en pleno invierno, pasar frío o calor en un entrenamiento, sufrir calambres inesperados, lesiones inoportunas, o incluso tener que retirarse de alguna carrera, y sin embargo estar ya pensando en la siguiente para quitarse esa espina que ha quedado clavada dentro. Sí, no nos pida nadie que pasemos estas impresiones a palabras; solo podemos decir a quien nos pregunte “si quieres, haz la prueba; puede que te guste. Pero, ojo, si te gusta estás perdido, quedarás enganchado para siempre”.

Aparte de esas sensaciones íntimas, algo especial tiene esto de correr. Ayer lo pude comprobar en la primera carrera popular de la preciosa villa de Ribadavia. Desde las once de la mañana se agolpaban en su pétrea plaza mayor familias enteras, pues además de los casi nueve quilómetros de que constaba la prueba de adultos, el concello había organizado competiciones de menor distancia para niños de todas las edades. Y viendo a esos chavales dispuestos en la línea de salida para dar todo lo mejor de sí mismos, sin importarles cuántos palmos de altura le sacaba el niño colocado a su lado; viendo cómo salieron como balas en cuanto se les dio el pistoletazo de salida, y cómo los mayores nos afanábamos con escaso éxito en gritarles que debían regular su esfuerzo para que no llegasen desfondados a la meta; y viendo cómo cruzaron la meta exhaustos, pero colmados de satisfacción, y se abrazaron a sus padres y hermanos que se deshacían en elogios y ánimos hacia los pequeños corredores, que dieron todo lo que tenían dentro y más por esas callejuelas empedradas de la hermosa villa, uno solo puede pensar que algún embrujo tiene esta afición. Un deporte que enraíza con la prehistoria del ser humano, en la que el correr era medio de subsistencia y herramienta fundamental de caza en territorio hostil. Una práctica que en estos tiempos sigue levantando pasiones populares y fomenta el compañerismo entre familias enteras, sin más nexo común entre ellas que tener entre sus miembros a locos pequeños y no tan pequeños que se les ha dado por esto tan “raro” que es correr.

Ribadavia vivió ayer una fiesta. En estas carreras populares prima el aspecto lúdico sobre el deportivo; todos los que participan tienen claro que allí no hay enemigos, y que el único rival a batir, si es que aceptas el envite, es tu propio esfuerzo personal, que te reta a intentar mejorar tu marca anterior. Pero, como dije, sobre ese esfuerzo prima la fiesta: la de las gentes de Ribadavia, que animaron sus calles y plazas desde la mañana; la de sus coquetas tascas y restaurantes, que ofrecieron a los visitantes sus mejores productos; la de los corredores, ¡claro!, que aun sintiendo la dureza de la prueba pudimos apreciar la belleza de la ribera del río y la magia del barrio de la judería; y también la fiesta del propio concello, con su alcalde y su secretario a la cabeza (haciendo patria ambos, cruzando la meta orgullosos de haber participado del evento), que se volcó para que todos nos sintiésemos como en casa.

Enhorabuena. El año que viene nos veremos de nuevo en Ribadavia.

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