Opinión

Valle-Inclán, los chicharrones y el pan de trigo

Muchos ourensanos, sin olvidar a los etnógrafos de esta provincia que nos han dejado un valioso testimonio, han sido siempre muy aficionados a los chicharrones, un buen alimento energético para la época invernal. Los chicharrones se elaboran con los residuos de las pellas del cerdo, después de derretida la manteca. Tiene este plato una larga historia: aparecen referencias a ellos desde el siglo XIII. Fr. Martín Sarmiento no se olvida de mencionarlos en el Catálogo de voces y frases de la lengua gallega, de 1746. Se encuentran alusiones a este condumio en las novelas de Torres Villarroel, Valera, Galdós, Pardo Bazán y Valle-Inclán. Doña Emilia trata de ellos en su obra gastronómica, pero ya aparecen descritos en una obra culinaria muy anterior: la de Francisco Martínez Motiño: Arte de cozina, pastelería, vizcochería y conservería, de 1611.

El día de la matanza constituía para muchas familias aldeanas un día de gran alborozo. La celebración tenía un aire festivo y, si el tiempo acompañaba, a veces se comía fuera de casa. Se degustaban chicharrones y filloas de sangre, en grata comensalía con los vecinos. La sociabilidad en los días de matanza se ampliaba a un círculo un poco mayor, ya que tenía lugar un intercambio de algún producto del cerdo entre las casas cercanas. Pero nadie debía olvidar la regla de la reciprocidad. Josefa Domínguez Beade, nacida en 1918, aporta este testimonio: con ocasión de la matanza, se preparaban chicharrones, “y le llevábamos un platito de ellos a los que te lo traían a ti (...), nos gustaban mucho, pero también había que darlos”. La permuta era positiva para el fortalecimiento de los vínculos de comunidad: en la mediación todos quedaban a pre, pero sintiéndose más cercanos. Esto es cierto, pero la devolución costaba lo suyo. La vida rural se desarrollaba en un régimen económico caracterizado por la precariedad.

A ojos de muchos, los chicharrones y el pan blanco, podían muy bien representar en el mundo rural -e incluso resultar emblemáticos- de lo que fue en la época de Valle-Inclán una mesa acomodada. Así, este autor sugiere, en Romance de lobos, lo que podría ser una dieta simbólica de los ricos vista por un pobre. El personaje -un tanto enloquecido-, Fuso Negro, declaraba que: “Los vinculeros y los abades siéntanse a una mesa con siete manteles, y llenan la andorga de pan trigo y chicharrones. Luego a dormir y que amanezca”.

Xaquín Lorenzo señalaba que estaba muy extendida la costumbre de comer los chicharrones con cachelos. También se freían y no faltaban tampoco quienes los tomaban solos. En Ramón Otero Pedrayo se encuentran referencias a las barrocas empanadas gallegas y opinaban que las de chicharrones gozaban de la preferencia de muchos. Nuestras celebradas filloas se empleaban también para envolver los chicharrones. En la casa mindoniense de Álvaro Cunqueiro se apreciaba grandemente esta delicatessen del cerdo. Este reputado escritor tenía devoción por el sabor que le aportaban a los chicharrones tres o cuatro manzanas, partidas en trozos.

En opinión del etnólogo Xaquín Lorenzo, la reina de los preparados que empleaban este manjar era la torta de chicharrones (roxóns) que solía llevar pasas. El testimonio de una mujer, nacida en 1927, nos recuerda con gran expresividad cómo eran los sabores de antaño, que tanto se echan de menos hoy: “Para las fiestas, para el Buen Jesús, se hacía roscón y después tarta de almendra; antes era mejor porque la almendra estaba menos molida que ahora. También se comía requesón. Bica de chicharrones no se hacía, se comían así, y estaban preciosos. Ahora, lo que echo más en falta es el marrano, pues no sabe a nada, no tiene ningún sabor. Antes comías aquella carne que se pegaba a los dedos y con el pan estaba buenísima, cocida o en torreznos”.

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