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Belisario, el último romano, el amado de Asimov

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La historia de Roma finaliza en el 476 cuando Odoacro envía a Bizancio las insignias imperiales coronándose rey de Italia. Pero el último César fue Justiniano, y el último romano de verdad, su general, Belisario

La historia de Roma finaliza en el año 476 con la famosa escena en la que Odoacro envía a Bizancio las insignias imperiales coronándose rey de Italia tras deponer a Rómulo Augústulo. Pero no es cierta. El último César fue Justiniano, y el último romano de verdad, su general, Belisario.

Belisario ha pasado a la historia casi de puntillas, probablemente por los años convulsos en los que vivió, con la Edad Media recién instaurada y Europa en manos de monarcas de origen germánico, tanto en España como en Francia, Italia o Inglaterra, antiguas provincias imperiales convertidas en reinos. Pero el Imperio Romano continuó existiendo y durante un tiempo recuperó fuerzas. Los bizantinos se sentían y decían romanos: el término “imperio bizantino” es muy posterior, de la edad moderna. Nunca lo utilizaron: eran los herederos legítimos del Imperio Romano y así se sintieron hasta el final.

La Historia de Bizancio pudo haber sido muy distinta.  Apenas medio siglo después de la caída de Roma, en Constantinopla –cuyo nombre oficial era Nova Roma- llegó a emperador Justiniano. Su idioma materno era el latín. Justiniano recopiló el Derecho Romano que sirvió para buena parte de las legislaciones durante siglos. Pero sobre todo, estaba decidido a recuperar la parte occidental del imperio. Y lo consiguió, gracias a su amigo el general Belisario.

Si Justiniano fue el último emperador romano de verdad, Belisario merece que se le considere el último de los romanos clásicos. Incluso fue nombrado cónsul, un cargo que llegaba de la antigua república y que se había convertido en un honor. Tras él, se extinguió el título. También el latín era su idioma de cuna, y estaba convencido de que con la organización adecuada se podía recuperar el Imperio, expulsando a los vándalos de África, a los ostrogodos de Roma e Italia y a los visigodos de España. Sus campañas fueron exitosas y con astucia, determinación y algo de suerte, y también disciplina, logró que las águilas de Roma volvieran a la antigua provincia de África, con capital en Cartago. Más sonada fue su reconquista de Roma e Italia, que suponía en la práctica la restitución del viejo orden, que se completó en parte con la toma a los reyes godos hispanos del territorio denominado Provincia de Spania. Parecía imparable, pero no fue así: Justiniano receló de su general y acabó destituyéndolo, cuando en realidad el general era el más fiel de sus hombres. Aunque más tarde le pidió que regresara para defender Constantinopla de un asedio bárbaro desde el Norte. De nuevo con éxito. Fue su final. Poco después sería apartado y al poco moriría. Y también Justiniano, y con él la posibilidad de que Roma volviera a dominar una Europa unida. Luego lo intentarían Carlomagno o Carlos V, y a la brava Napoleón e incluso Hitler… Y ahora, por otra vía, la UE.

Los trabajos de Belisario –hay un retrato con Justiniano y sus mujeres, Antonia y Teodora, que habían sido prostitutas, en Ravena, donde Bizancio colocó su capital italiana- los tomó como referencia Isaac Asimov en su obra “La fundación”, que trata precisamente de un viejo imperio, galáctico, que se desmorona sin remedio hasta la llegada del enérgico general Bel Riose. Logra varias victorias pero al final es el emperador quien lo asesina por celos. Asimov, gran historiador además de novelista y divulgador científico, sentía enorme atracción por la vida del jefe del ejército bizantino y especuló sobre la posibilidad de que el destino hubiera sido otro. La misma historia de Bel Riose y Belisario, el último romano de verdad.

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