CON BUENA LETRA

Silencio, por favor. Gracias

Si es así escribiendo, no quiero imaginarlo en persona: la de monólogos que te soltará pensando que lo que dice es interensantísimo.

Arturo Pérez Reverte es un tío muy pesado, de verdad. Yo me leo un artículo suyo y, una de dos: o va de erudito y me aburre mortalmente tanto dato del glorioso-pasado-de-la-gran-España, o va de analista social y me repatea su reaccionario rollito pseudo transgresor. Si es así escribiendo, no quiero imaginarlo en persona: la de monólogos que te soltará pensando que lo que dice es interesantísimo y que tú (que estás allí en silencio y casi mareada por no saber cómo decir, sin ser borde, “cállate ya un poquito, majo, que me sangran los oídos”), estás fascinada por su recuento de batallitas. Y es que, nena, Pérez Reverte no solo conoce la historia: también la ha vivido. Lo mismo narra la guerra de Flandes (él tiene los datos) que de la de Croacia (él estuvo allí: con su chaleco de reportero y las balas silbando alrededor, que lo sepas). 

En cualquier caso, sí: este señor me aburre y me cae mal. Pero no había acabado de darme cuenta hasta el otro día cuando, tras casi veinte años, se me ocurrió releer “El Club Dumas” que, en su momento, me había subyugado: ¿una novela negra sobre novelas?, ¿un libro donde más tentadores aún que el poder, el sexo o el dinero, son los libros? Oh, perfección. 

Pero voy ahora, lo empiezo ilusionadísima y, ¿qué me encuentro? Pues una trama chulísima con un personaje principal de mierda. ¿Por qué? Porque Arturo es tan pesado que se pone a sí mismo de protagonista, se disfraza con un poco de falsa modestia en plan “canalla desvalido pero con encanto” y se recrea tanto en ello – o sea, es tan pesado molándose a sí mismo – que la vergüenza ajena te hace casi imposible seguir la trama.
En resumen, Pérez Reverte, no vuelvas a crear un argumentazo así para fastidiarla con semejante protagonista, por favor.
Gracias.

Te puede interesar