Opinión

Los sin bando

Cae lenta la tarde. He dejado el coche entre la maleza. Camino escrutando el suelo. Calor, Madrid llueve fuego, y frío, el corazón helado al divisar la caseta. Alrededor el verde que ya ha comenzado a anochecer en marrón, aridez de muerte que se expande entre la hierba, y el asfalto clavado en el monte, partiendo en gris el verde ascenso al Puerto de los Leones. Todavía podía estar aquí, a pocos metros, en la cuneta, aquel salmantino que murió tiroteado cuando intentaba alcanzar un puesto de socorro ubicado en primera línea de batalla. Subían juntos pero solo uno pudo sobrevivir: el mismo que buscó refugio entrando en el Hospital Hispano-Americano, presentándose como cabo de Sanidad Militar, y que fue expulsado entre insultos por un comandante enloquecido, en aquellos días de histeria. El mismo que después se ofreció para subir al tejado y alzar una bandera con una cruz pintada, para indicar que aquello era un puesto sanitario y evitar así el constante asedio de las balas, y que saltó por los aires tras la explosión de una granada en mitad de la gesta, desde el tejado del Hispano-Americano a la tiniebla del aturdimiento.

Todavía diviso desde la carretera, la serena inquietud del hospital abandonado de Tablada. Con sus pasillos ennegrecidos y sus cristaleras rotas. Ese edificio de Sanidad Militar en el que también intentó refugiarse y también fue expulsado entre insultos, obligándole a subir hasta el más insólito puesto de socorro de la batalla. Como tantos españoles, su principal bando, su familia. Como tantos españoles, su principal objetivo: la supervivencia, la propia y la de los suyos. Regresar a casa, a Ribadeo. Salir de la jaula ardiente de Madrid. Todo tendría que esperar. Eran los primeros días de la guerra. Todo confusión. Todo falso menos la sangre. Y así el tiempo se detuvo allí, aquí, en estas paredes desconchadas por los impactos de las balas, de esta caseta de la curva, desatendida y engullida por la maleza, en la que nadie sabe cuánta gente entregó su alma, en el punzante desgarro que recorre el camino del dolor al dolor.

Me acerco ahora a esta vieja casilla en la que el cabo de Sanidad pudo refugiarse, remangarse y tomar el mando para atender a cientos de heridos. Arriba, disparaban los nacionales. Abajo, los republicanos. En el medio, la caseta de la curva de la muerte, la casilla de Guadarrama, y su improvisada mesa central, unos caballetes, unas puertas como tablones, y un colchón chorreando sangre día y noche. Llegaban como sombras, gritando, llorando o pidiendo auxilio. Otros exclamando el nombre de sus seres queridos. Otros, maldiciendo. Otros, rezando. Y una vez que entraban en la casilla, con ayuda de guardias y de dos milicianas –o tal vez monjas disfrazadas-, recibían elementales cuidados, echando mano a los precarios medios de tan penoso lugar.

Ahí dentro, hoy resulta imposible distinguir nada entre las ruinas. Pero los papeles autobiográficos que dejó mi abuelo, ese cabo de Sanidad, y el empeño familiar por recuperar la historia en dos libros, ‘Malditas guerras’, de mi padre, y la novela recién estrenada ‘La casilla de Guadarrama’, de mi hermana, recuperan cada detalle de aquel infierno de julio de 1936.

Licenciado al fin, sanitario al fin, del Gobierno de la República al fin; ya rota, ya roto. Hoy paseo junto a la casilla recuperando su estela. Alrededor los tojos, las ortigas, escombros de la última pavimentación, y rezo por todos los que murieron aquí. Cientos. No lo sé. Asomo la cabeza entre los barrotes de la ventana y el interior inquieta. Quedan también los restos de gente que ha utilizado como refugio esta caseta de peones camineros después de la guerra. Y al fondo, colgando del silencio y la penumbra, los recuerdos de hace ahora casi ochenta años, cuando en esas calurosas jornadas de julio, la casa era una encrucijada de imposible solución regada de sangre y pólvora.

Por curar heridos de ambos bandos, por intentar vencer el miedo para poder huir de la capital y volver a casa, el cabo de Sanidad rozó la muerte en disparos y condenas procedentes de todos los frentes. Precisamente él, que había salvado no pocas vidas sin pedir carnets de identidad en medio de aquel dolor general y fratricida. Lo pienso mientras acaricio las paredes de la casilla. Quizá nada define tan bien el drama de muchos españoles durante la guerra civil.

No logro evitar una dolorosa melancolía, al contemplar el interior de la casilla. Parecen oírse los gritos de los enfermos anónimos en la noche. Y en la memoria, en los primeros auxilios a cientos de heridos, como en la gesta de alzar una bandera salvavidas en el tejado del hospital, la legión de héroes anónimos que se jugaron la vida para evitar más muertes, más dolor, en un momento en el que lo fácil era dejarse llevar por el odio.

Ahora, tantos años después, cuando los inconscientes han hecho que sea imposible una verdadera memoria histórica, que sea imposible la reconciliación, pienso en los héroes sin bando del 36, y veo el universo que va de su dignidad a la indignidad de quienes desde su asqueroso cálculo político están pensando en sacar un rendimiento hoy en las urnas a la sangre anónima de ayer. A todos ellos que hoy manejan la chispa que un día encendió a una España contra otra y que dejó heridas incurables, les pongo delante el olor a sangre de los suyos mezclada con la de los otros, de los nuestros y los vuestros, en esta destartalada caseta de la curva de Guadarrama.

Sangre que nos recuerda el camino fraticida con el que nunca más deberíamos coquetear. No me busquen en otro bando que en el de los sin bando, llorando el olvido de tantas víctimas inocentes de aquel tristísimo episodio de la historia de España.

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