A mi madre

Ya han pasado siete años. El 25 de febrero de 2001 nos dejaste mamá, sin despedirte, sin darnos tiempo a hacernos a la idea de que algún día te irías. ¡Cuántas horas y noches en vela, pensando las cosas que debí decirte, el cariño que debería haberte demostrado y que por... dejadez, pudor, no sé, no hice! La mejor prueba de cómo te queríamos es que la herida de tu ausencia todavía sangra.
Tú que no levantabas la voz, que te enfrentabas a los reveses de la vida anteponiendo la voluntad de Dios, que disimulabas tus achaques tras una sonrisa que intentaba ser tranquilizadora y que sólo la tristeza de tus ojos y algún rictus doloroso delataba; tú que en vez de ser consolada, nos dabas ánimo y eras nuestra confidente, te fuiste así, en silencio, sin dar guerra, de repente.

Llamada telefónica: ’A mamá le ha dado algo grave. Está muy mal. ¡Ven!’. Cuando llegué era tarde. Estabas como dormida, con un aire de serenidad, placidez y bondad. Como en vida. ¿Por qué? ¿Por qué? Por qué no le habré dicho mil veces lo mucho que la quería, lo que la voy a echar de menos. Mi fe, que mamé de ti, aunque estuvo años dormida y olvidada en un rincón de mi corazón, me dice que ahora lo sabes y nos disculpas. Y cuando me encuentro en Terroso, tu pueblo, haciendo compañía a papá, en el alto de Os Torgás, cada vez que la mirada caiga hacia el inicio de la subida O Facho, donde reposan tus restos, como siempre, murmuraré la frase que me sale del corazón: ¡Protégenos, mamá! Te quiero.

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