de nuevo, la selva

La selva siempre me produce sentimientos contradictorios.
Tanto temor, como pasión. En ella, la naturaleza se muestra con todo su poderío. Empequeñece al hombre que se aventura en sus adentros, hasta hacer de él un minúsculo punto cromático inmóvil del paisaje. Acabo de contemplar en Madrid la exposición 'Gauguin y el viaje a lo exótico'. Las imágenes subyugantes me evocaron recuerdos. Recuerdos de infancia, y experiencias en mi pasada post-adolescencia. Aquellos juegos en Honduras, al pie de la alambrada de la United Fruit Company, y que al traspasarla nos adentraba en la tupida jungla de La Mesa. Repetí tales temores ya entrado en sazón, navegando por el Usumacintla, que hendía en dos la feraz maleza, que abrumaba las tierras de Campeche y de Chiapas en México.

Rememoré al legendario personaje Lope de Aguirre. Me cautivó su arrojo al enfrentarse al medio, como su sublevación al poder omnímodo de Felipe II. Leí su aventura a través de R. Southey ('La expedición de Ursúa y los crímenes de Aguirre'), y más tarde por medio de R. J. Sender ('La aventura equinocial de Lope de Aguirre'). Pero, sobre todo, me impresionó el film de Werner Herzog, 'Aguirre o la cólera de Dios', personaje que borda Klaus Kinski. La bajada desde Los Andes hasta el cauce del río Marañón es una alegoría de la caída a los infiernos de Dante. ¿Hasta qué punto la hostilidad del medio acrecienta en Lope de Aguirre su latente odio hacia la Corona y le hace prisionero de su sed de venganza sangrienta hacia quienes le acompañan? Es la pregunta que siempre me he formulado. Pienso que el rebelde fue peón de la cólera de la selva amazónica, investida como una diosa caprichosa del Olimpo, tan lejos de la Corte, y tan cerca de la periferia, inaccesible para él, del Virreinato de Nueva Castilla.

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