LA REFORMA DE LAS ADMINISTRACIONES

Sociólogos importantes señalaban la capacidad de cambio de la sociedad como un indicador definitivo de la vitalidad progresista de la sociedad.
Estar presto para poder autocorregirse, ayuda a la estabilidad y al progreso económico y político. Pero no siempre aquellos que pueden dirigir los cambios están en disposición de liderar estrategias para buscar mayor efectividad y menor gasto. Tienen demasiadas dependencias. No quieren correr riesgos. Los ciudadanos disfrutan de poca autonomía para cumplir objetivos sociales elementales. A eso no se le llama 'sobregobernación', sino mal gobierno. La necesidad de obtener un poder democrático radical que proteja de modo eficaz a los súbditos requiere un culto preferente de la civilidad. Las administraciones autonómicas ha generado un total de 876.000 páginas en sus boletines oficiales, y otras 250.000 el Gobierno central. No queda más remedio que gastar menos y gastar mejor.

Cuando se tiende a reformarlo todo, lo único que permanecerá erguido, desafiante, es la administración pública. No se puede hacer nada sin ellos, los políticos; son ellos los que tienen que hacer las reformas y quienes deben jugársela. Los ciudadanos podemos elegir un programa en vez de otros, pero ¿cuándo podemos no elegir a aquel que no ha cumplido con lo pactado? Ha quedado arrumbada en el trastero la democracia liberal, representativa. Los políticos articulan estrategias en las que consideran a los ciudadanos menores de edad. Los han cogido en una red de mimetismos deformantes. El concepto de 'civilidad' centro de la vida democrática se ha borrado del discurso de la mayoría de los políticos. La civilidad sólo debe afectar a los 'otros'. La civilidad es la cualidad social de la que procede el civismo o conducta del buen ciudadano. La civilidad es el lubricante y el combustible del desarrollo social. La civilidad abre expectativas para que los políticos cumplan con los programas que han propuesto.

En el mundo moderno la práctica de la civilidad se ha desconchado con la introducción de prácticas falazmente democráticas y progresistas. El temor no puede sustituir al respeto a las personas, a las buenas maneras. Administrar el temor es mucho más difícil que organizar el sentido de la responsabilidad en libertad. La civilidad no destierra el temor sino que incluye la capacidad cívica de los ciudadanos para autodirigirse en los diversos momentos de la sociedad. No se puede pretender un adelgazamiento de la administración, sin desarrollar al mismo tiempo un concepto radical y profundo de la civilidad.

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