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Cuando el árbitro era yo

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Me gustaba aquel baloncesto, que conocimos en el año 1952 en los patios de Salesianos. Pero no, no acertaba a colar el balón. Por eso me hice árbitro

Las dos historias que os conté de la pasada semana estaban protagonizadas por árbitros. En cierto modo, vamos a insistir en ello ahora, pero cambiando de balón, nos vamos al básquet. Más: asumimos personalmente protagonismo. El árbitro era yo.

En opinión personal, cuando uno es joven quiere hacer deporte. Pero una cosa es querer y otra hacerlo con acierto. Me gustaba aquel baloncesto, que conocimos en el año 1952 en los patios de Salesianos. Pero no, no acertaba a colar el balón. Por eso me hice árbitro.

Era diferente

Ya en aquellos años cincuenta los partidos eran dirigidos por dos árbitros. Pero por distintas razones solíamos arbitrar uno sólo. Los partidos solían jugarse en la mañana de los domingos y en diferentes campos por lo que no había colegiados. Más complicado cuando había que viajar a lugares como Ribadavia, Carballiño y O Barco.

Aparte, dos auxiliares en la mesa, anotador y cronometrador. Las incidencias del juego se anotaban en unas actas simples, con relación de jugadores y dos huecos para anotar personales y puntos, Un dos para las canastas y un círculo cuando lanzaba tiros libres, cruzado una o dos veces según los lanzamientos convertidos. En la parte inferior del impreso figuraba una numeración de cero a cien, donde se iba arrastrando –tachando- el tanteo.

El otro auxiliar llevaba el tiempo con un cronómetro de mano. Era dueño y señor. Si bien es verdad que el partido podía pararlo el capitán de cada equipo con "¡arbitro tiempo y tanteo!" y había que ir a la mesa a preguntar. Bueno, claro, y el marcador. Si lo había, era generalmente un muchacho que colgaba unos números o los marcaba con tiza en una pizarra. Modesto, ¿no?

En Ribadavia

Pitaba en Ribadavia, campo del Castillo. Llegábamos al final y surgió un problema. Un destacado jugador de casa, figura en el equipo y llamado Raúl, se me acerca reclamando no se qué –la verdad es que no me acuerdo- cuando ya hablaba con los compañeros de la mesa. Estaba tan excitado que no admitía razones de ninguno de nosotros tres. De pronto, presa de un ataque de nervios, tuvo una reacción insólita: cogió las actas de la mesa que me disponía a firmar y las rompió en mil pedazos. Nos quedamos sin saber cómo reaccionar. Y se fue al vestuario. Vamos, que yo no tenía nada que firmar.

Lo que sí recuerdo es que más tarde me fui al Cine Río. La gente joven dwwe los años cincuenta no teníamos coche y para volver a casa tenía que coger el tren de última hora de la tarde y tenía tiempo. Y que en el descanso de la película se me acercó el mismo Raul, tranquilo y afectado, y me dijo: "Perdona, estaba muy nervioso".

En O Barco

Entre los jóvenes del Puente y los de O Barco, baloncestísticamente hablando, había muy buena relación. Diría que buena amistad. Incluso cuando los domingos por la mañana venían a jugar a la cancha de la desaparecida estación de ferrocarril, cuando bajaban por la Avenida de las Caldas, era fácil que se detuvieran a hablar con rivales y seguidores pontinos. Nos conocíamos todos.

Pero lo que traigo a cuento ahora sucedió en Valdeorras, en la cancha del Colegio Dequid, es decir, entre los tableros artesanos que estaban permanentemente en el patio del centro soportando frío, sol y lluvia, piso de tierra, evidentemente. Jugaban el Barco y al Calzados Layton, es decir, el equipo de nuestro barrio ourensano del Puente.

El marcador discurría igualado. Dirigía, claro, el partido yo sólo. Avanzado el segundo tiempo empecé a notar nerviosismo en el público. Era un día lluvioso y muchos habían venido provistos de paraguas que dieron en agitar desde la banda, sin valla alguna de protección. Bueno, quiero decir que los protagonistas estábamos al alcance de un paraguas cualquiera.

Llegamos al último segundo con ventaja local de un punto. Pero en ese instante, coinciden prácticamente el silbato del cronometrador y el mío. Él señala el final y yo personal contra el equipo de casa. Menudo entuerto.

Me acerco a la mesa y me entero del motivo del jaleo de los aficionados. Alguien había comprobado en el acta del partido que uno de los jugadores del Puente y el árbitro tenían los mismos apellidos. O sea, que el árbitro era hermano de un jugador del Layton. Y encima, ese árbitro, pitaba tan inoportuna personal.

Menudo alboroto. Lo del parentesco se había extendido "como reguero de pólvora". Algo-aclaro- que sabían de sobra y de siempre los jugadores barquenses, por cierto. Pero es que a mayores, surgía la duda de "si se lanzaban o no aquellos dos tiros libres", es decir, si habían sucedido antes o después de pitar el final. Tenía que adoptar yo una decisión. Y decreté, que se lanzasen "sin rebote".

En medio del follón, me voy hacia la canasta, rodeado de jugadores discutiendo y de los forofos,-sin fuerza pública alguna- a grito pelado, agitando brazos y paraguas. Mientras la gente no se controlaba y pisaba la cancha, yo pensaba: "Pero quién coño me manda meterme en este lío, ya que si convierten un tiro libre empatan y hay que jugar prórroga con esta tensión y si meten los dos, pierden los de casa, atente a las consecuencias..."

Manolo Barbosa, pontino fallecido hace unos meses, casi rodeado de público, tira, falla el primero; y con protección Divina para mí, falla también el segundo. Ganó el Barco. Y yo -¡qué valiente!- me libré de posibles complicaciones…

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