EURO

¿Resultados o esfuerzo?

photo of elegant woman with moca and calendar under time pressure
photo_camera Foto de una mujer con la agenda, el reloj y la cafetera.

Todos pensamos y creemos que vivimos de los resultados, pero, en el día a día, ¿a qué dedicamos más tiempo en nuestras empresas: a "hablar" de resultados o de esfuerzo?

Todos pensamos y creemos que vivimos de los resultados, pero, en el día a día, ¿a qué dedicamos más tiempo en nuestras empresas: a "hablar" de resultados o de esfuerzo?
Y "hablar" no significa solo emitir palabras. En este contexto, significa también predicar con el ejemplo.
Piense un momento en la frecuencia con la que utilizan en su empresa las palabras más (muy relacionada con el esfuerzo) y mejor (relacionada con los resultados).
Piense también en si la rutina cotidiana imperante en su empresa es la de la eficacia (conseguir resultados, independientemente del consumo de recursos) o la de la eficiencia (conseguir resultados con el menor consumo posible de recursos).
Piense, por otra parte, en si en su empresa la perspectiva habitual de análisis de la realidad es la del proveedor (que valora mucho el esfuerzo que le cuesta hacer las cosas) o la del cliente (que quiere resultados).
Y, por último, valore si el cómo (el método de conversión de esfuerzo en resultados) cotidiano es el adecuado.
Quizás influya el que, según muchos autores, España es un país bueno para vivir y malo para trabajar.
Trabajamos más que los países de nuestro entorno pero producimos menos.
Parece que la mayoría de nuestras empresas tratan de trabajar más con menos para ser competitivas; y esto contradice la filosofía de trabajar mejor para trabajar menos de nuestros competidores europeos, donde es más elevada la productividad.


Los españoles dormimos una hora menos al día que la media europea. Entre otras razones, porque debido a nuestros peculiares horarios tenemos jornadas laborales más largas y menos productivas que nuestro entorno.
Pero para cambiar los horarios en España sería preciso un acuerdo inmediato de numerosos actores interesados: administraciones públicas, empresarios, trabajadores, transporte, comercio, hostelería, banca, industria, televisiones...
Quizás, solo serviría para estar menos horas ocupados con el trabajo, conciliar la vida familiar y profesional y evitar las extensas jornadas por las que, especialmente en las grandes ciudades, todavía hay edificios de oficinas enteros encendidos a las nueve de la noche.
Pero es muy posible que, además de nuestros peculiares horarios, también tengamos una especial cultura empresarial relacionada con el uso del tiempo; es decir, la relación entre el esfuerzo y los resultados.
Parece que estar totalmente ocupado (el "no tengo tiempo para nada") es un indicador de buena profesionalidad y, por tanto, de éxito. Y además, todos nos sentimos realmente importantes porque estamos bien colocados en el "funcionamiento" de la empresa.
"Llevarse" trabajo a casa y no hacerlo -mientras no paras de pensar en que tienes que hacerlo- o consultar continuamente el correo electrónico y los WhatsApp, amplía eternamente la duración de la jornada laboral. Y esto nos lleva a "no tener tiempo para nada".
Por otra parte, cuando entramos en una dinámica cotidiana de no tener tiempo, no podemos "soñar despiertos", ni descansar nuestro cerebro consciente, ni estar creativos, ni aburrirnos... parecemos autómatas que funcionan con decenas de rutinas programadas.
Así parece que el tiempo dedicado al descanso, o la reflexión y estudio se ha vuelto sospechoso en nuestros entornos empresariales, y, claro, tratamos de evitar que nos pillen haciéndolo.
Cuando nos sentimos agobiados por la falta de tiempo, solemos tener una reacción automática: la solución no es dejar de hacer cosas que añaden poco valor, pedir a otros que las hagan o hacerlas de una manera sencilla (las tres grandes maneras de ahorrar tiempo, según los expertos), sino planificar mejor.


Y nos volcamos en planificar porque nos encanta sentir que tenemos el control absoluto de nuestra vida. Estamos dentro de una zona de confort: creemos que cuanto más planifiquemos estaremos mejor preparados cuando ocurran las cosas.
Y el resultado previsible es que acabamos dedicando más tiempo a planificar tareas -con su correlato de revisión del grado de cumplimiento- que a obtener resultados y, además, al perder flexibilidad ante los sucesos de la vida real, se incrementa nuestra insatisfacción y nuestro agobio.
También hay algo de cultural (y recordemos nuestros tiempos de estudiante) en la pereza que muchos de nosotros sentimos para empezar a realizar una tarea compleja. Damos miles de rodeos y ocupamos el tiempo con muchísimas actividades de poco valor hasta que se nos echa encima la fecha de finalización y no nos queda más remedio que apretar el acelerador y trabajar a toda velocidad en jornadas interminables. Es la famosa Ley de Parkinson: "la eficiencia del trabajo se incrementa con el acortamiento de los plazos".


Pero, ¿no habíamos dicho al principio de este artículo que hay que orientarse claramente hacia la eficiencia? Pues sí, pero no exactamente así. Porque el valor de la eficiencia que debe interesarnos no es solo el cómputo del tiempo utilizado en realizar esa tarea concreta sino el valor de lo conseguido durante todo nuestro tiempo disponible (pagado por la empresa o no). Es decir, ¿es realmente rentable el uso de nuestro tiempo?, o ¿cuál es la relación de conversión de nuestro esfuerzo en resultados?
Las claves para solucionar este tipo de problemas son tres. La primera es no autoengañarse y reconocer (y -a veces es necesario- reconocerlo ante otros, en la empresa y en nuestro hogar) que tenemos un problema; una vez reconocido habremos dado un gran paso para resolverlo. La segunda clave es centrarse en lo que realmente nos aporta valor, descartando o delegando otras tareas. Y la última, y quizás la más útil, crea un sistema de recompensas para celebrar los éxitos en tu cambio de manera de trabajar.

Te puede interesar