El tiempo y el abandono pasan factura a la vieja cárcel de Progreso. Desde que en mayo de 1987 la prisión cerró sus puertas, el edificio no ha hecho más que deteriorarse a pesar de los sucesivos planes para recuperarlo.

La cárcel y su larga condena

Las huellas del abandono en el que vive la vieja cárcel desde que en mayo de 1987 fue sustituida por el centro de Pereiro son fácilmente visibles desde el exterior. Una red verde acompaña desde hace meses, posiblemente años ya, la fachada del imponente edificio para evitar que las heridas de su cubierta se contagien a los transeúntes que caminan por la calle Progreso. Su estructura ennegrecida resguarda la maleza que campa a sus anchas hacia el río Barbaña -el Concello desbrozó esta semana- y que escondía, al menos hasta la intervención municipal urgente, jeringuillas, pañuelos con restos de sangre y basura de todo tipo.
Y si el exterior produce desazón en aquellos ourensanos que recuerdan a la prisión en su época de actividad -todos ellos superan ya con creces los 25 años-, el interior no se queda atrás. Los techos ennegrecidos evocan los primeros años de abandono, cuando el edificio fue lugar 'okupado' y era necesario encender hogueras para hacer frente al frío invierno ourensano. La mayoría de las puertas -como aquellas metálicas que en su día daban paso a las celdas de hombres y mujeres-, bancos, lavabos o cualquier otro objeto que sirviera para hacer llevadera la vida diaria de los allí recluidos se esfumaron en esos mismos primeros años de soledad del edificio, cuando era todavía de titularidad estatal -pasó al Concello en 2001- y era fácil entrar en él.

Fue en aquella misma época cuando tres arquitectos recorrieron el inmueble para ver en qué estado se encontraba y se llevaron una sorpresa: la estructura estaba mucho mejor de lo previsto. En este aspecto, las conclusiones de entonces son más o menos parecidas a las que se llevaron los técnicos municipales que entraron en la prisión casi una década después con el objetivo de aportar documentación gráfica a la modificación puntual del Plan Xeral con la que se pretende retirar de la mala vida al edificio para transformarlo en hotel balneario de lujo. Con casi 10 años encima, la carpintería y los forjados están más resentidos que entonces, al igual que ha crecido la maleza del patio interior.

De la antigua prisión quedan los rótulos que identificaban cada dependencia aunque alguno se lea ya con dificultad. Barbería, economato, colegio, biblioteca y enfermería, en la primera planta, desde la que se accedía al patio; comedor y cocina, en la planta baja; y las celdas, en la segunda, son ahora espacios huecos, únicamente ocupados por restos de los techos que ahora están por los suelos.

Con todo, al igual que le pasó a aquellos arquitectos hace una década, el edificio sigue sorprendiendo por su estructura, que más que con una prisión, ellos comparaban con un monasterio por su patio tipo claustro. A la vista de sus pasillos y estancias la pregunta, sin embargo, es si dentro de otros 10 años el edificio seguirá igual o si, por el contrario, será, por fin, el balneario de referencia de la capital termal de Galicia.

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