Vanessa Katuiska, nacida en Medellín pero amasada y horneada en Ourense

Sin llegar a ser bullicioso, el espacio que ocupa A Guinda registra una cantidad de entradas y salidas a lo largo de la mañana inusual para un negocio ourensano. “¿Y esto qué es?”, una de las frases que más se escuchan. Estamos en una tierra de pan pero no acostumbramos a oír “esta barra tiene la miga más abierta”, o saborear un panetone relleno de pistacho hecho a base de tres amasados y que se enfría boca abajo. Vanessa Katuiska Manjarres Al frente del negocio se encuentran Vanessa (Medellín, Colombia, 1989) y el celanovés Breogán, pareja también en el amor y la crianza de Bruno, un bebé de casi dos años. Quiso el destino que la primera, de nombre completo Vanessa Katuiska Manjarres Machado se fuese con diecisiete años a Canarias, donde su padre, hijo de un marino mercante que importaba para su prole excéntricos apelativos, había emigrado. Allí reside casi una década y comienza una trayectoria laboral en el mundo de la producción audiovisual. Estando en el archipiélago conoce a un ourensano, ambos se trasladan aquí y mientras crece un arraigo en ella inusitado para una isleña disminuye un amor que al final muere, pero que no impide que ella consolide amigos y su actual relación en esta ciudad, en la que decide establecerse. Cierto día en A Guinda… Una chica entra en la panadería, tras pedir una chapata en su versión más blanda, destinada a niños o ancianos -a saber: no tienen dientes-, añade unos mazapanes al pedido y dedica un minuto largo a elegir entre los de piñones y los de sabores variados. Vanessa ya no se gana el pan en rodajes, pero lo vende fenomenal. “Todo se hace aquí en nuestro obrador”, comenta. Entender un negocio como este implica dejar de lado el reloj tanto para la fermentación del pan, que presume de ser lenta, como para la atención al público. Vanessa lleva hoy un gorrito de estampado de leopardo. Dos conocidos y clientes, ataviados también con capuchas en lana entran y hablan con ella del día anterior mientras deciden si se llevan un suizo o un donut. Mientras el azúcar hace su trabajo Vanessa les propone un plan rural de fin de semana. Relucen los piercings y los tatuajes en todos ellos, que siguen sin decidir qué comprar pero aluden a las prendas de abrigo de ella para comentar el frío que hace fuera. En este fenómeno tan de nuestro tiempo en el que jóvenes de medio mundo se relacionan a través de toda suerte de dispositivos electrónicos, complace encontrar un lugar en el que la mocedad se deja ver, y habla cara a cara en torno al tiempo y al pan. Se percibe que ella está plenamente integrada en la ciudad. “Hice muchos amigos gracias al Roller Derby”, comparte Vanessa a la par que revela su afición por este deporte de pelota que ella describe como una especie de rugby en patines. Cuando se le pregunta por la evidente prosperidad del negocio, admite que les va bien, pero puntualiza que es a base de muchísimo trabajo. “Salen los números pero, hay que dar mucha caña porque la mayor parte se va en impuestos”. Minutos después, aflora ese pensamiento de toda madre trabajadora que anhela una conciliación inexistente. “Mi sueño es que las cosas funcionen y poder desconectar”, confiesa. Superado el test de ourensanidad, toca ponerle a la ciudad una pega. “El servicio de transporte”, afirma. A su parecer la frecuencia de autobuses que pasan por Marcelo Macías, -donde actualmente reside-, o por el veintiuno, -su anterior barrio-, es escasa en algunas franjas horarias. “¡Y que sólo haya orquestas!”, añade Vanessa Katuiska Manjarres una tímida apreciación sobre la oferta cultural que considera limitada. Cuando Breogán está en el obrador, forman un simpático dúo. Ella le llama “cari”, él le habla en gallego. Y se respira entre ese delicioso aroma mezcla de fécula, confite y chuchería la esencia de una modernidad que sin estar en el madrileño barrio de Malasaña se hornea cada día en esta fantástica panadería.