Amistades de fábula

Como eran íntimos de mi abuela me los empezó a llevar a casa desde muy niña. Me trajo a los tres cerditos, al lobo feroz, a la liebre y la tortuga, a la cigarra y la hormiga; bueno, en realidad me presentó a toda la cuadrilla y sin que nadie le contara que había habido por ahí un tal Esopo, un Samaniego o un La Fontaine, los hermanos Grimm le resultaban familiares sin saber muy bien por qué, pero de un tipo llamado Perrault, según ella, tampoco tuvo noticia alguna.

De todo esto me enteré muchos años después, cuando ya me había caído de los lomos de Platero por no encontrar la manera de subirme a él, de Rocinante me había caído también tres o cuatro veces hasta que un día el Cuervo de Poe graznó y graznó que nunca más y me subí a los dos sin un tropiezo. Desde entonces recorro a lomos de Platero el transcurrir de los momentos y me subo a Rocinante cada vez que intento galopar en la cordura a contrapelo.

Más o menos cuando conseguí subirme en estos dos sin un rasguño llegaron a mi vida un montón de compañeros nuevos, a cual más estupendo y además iban llegando con una oportunidad que ni a propósito; si me ahogaba en un mar de lágrimas porque empezaba a ver el mundo al revés llegaba Alicia con su conejo blanco y la sonrisa flotante de su gato Cheshire, si me quedaba sin fuerzas para seguir luchando Salvador Gaviota me daba el empujón, si me agobiaba con el tiempo ahí estaban Mono y su tortuga Casiopea para obli garme a escuchar en silencio y si las utopías se me derrumbaban me encontraba con la granja en pleno del señor Orwell.

Todos me mostraron siempre una fidelidad inusitada. Pero el mejor, sin duda, mi amigo Gregor Samsa, porque cada vez que la indolencia humana me desgarra, viene arrastrándose hasta mi su escarabajo y me vuelve a contar la historia de cómo vivió él siendo el más raro de los bichos raros.