Opinión

Moral y democracia

La consideración moral de los asuntos de la vida pública, en especial de la política, lejos de constituir una amenaza para la democracia es un requisito indispensable para el ejercicio de la libertad y para el establecimiento de la justicia. Quienes afirman que la Iglesia española entraña un peligro para nuestra democracia olvidan que representada entonces por el Cardenal Tarancón, influyó de un modo especial en el establecimiento de la misma, respetó sus normas e instituciones y colaboró decididamente para hacer posible el ejercicio de la democracia con el pleno reconocimiento de los derechos fundamentales de todos sin discriminación alguna por motivos religiosos. No faltan quienes consideran los procedimientos democráticos como la última referencia moral de las normas que atañen a los ciudadanos. Sin fundamentarlas en una norma objetiva, diciendo que es bueno lo que apoye con su voto la mayoría de los ciudadanos o sus representantes en los parlamentos.


No faltan quienes afirmen que la libertad exige que las decisiones políticas no deben estar sometidas a criterios morales. La sana teología nos dice que cualquier tarea que los católicos emprendamos no podemos llevar a cabo apoyándonos sólo en el criterio de las mayorías como norma suprema de actuación, dado que la norma moral para los creyentes es anterior a las decisiones políticas. Por ello, los católicos y los ciudadanos que quieran actuar responsablemente antes de apoyar con su voto una u otra opción han de sopesar las distintas ofertas políticas teniendo en cuenta el lugar que cada partido en su programa da a la dimensión moral de la vida. No faltan quienes piensen que la referencia a una moral objetiva anterior y superior a las constituciones democráticas es incompatible con el ordenamiento democrático de la sociedad. Hablan de democracia como si las constituciones y los procedimientos democráticos fuesen la última referencia moral para las actuaciones de los ciudadanos. Este modo de entender la política es fruto de una concepción laicista y relativista, germen del pragmatismo y del autoritarismo de nuestros días. La democracia es una norma de convivencia que tiene que estar de acuerdo con una concepción de la vida anterior a los procedimientos democráticos. No son las constituciones políticas las que configuran y marcan las convenciones personales de los ciudadanos, sino que son éstos quienes han de conformar las instituciones políticas actuando de acuerdo con su conciencia rectamente iluminada por la fe, si son católicos, o por la ética natural, en los demás casos. Por ello los ciudadanos católicos que quieran actuar responsablemente, antes de apoyar con su voto una u otra propuesta o ideario, han de valorar las diferencias políticas teniendo en cuenta la importancia que cada partido político otorgue a la dimensión moral de la vida.


Es necesario no politizar las instituciones y tener presente que la vida religiosa de los ciudadanos no es competencia de los gobiernos, dado que las autoridades civiles no pueden ser intervencionistas ni beligerantes en materia religiosa. En esto consiste la aconfesionalidad que proclama el artículo 16 de nuestra actual Constitución. El respeto a la libertad religiosa tiene que manifestarse en el aprecio a las cuestiones religiosas.


Lo que venimos diciendo nos indica que no es contrario a la laicidad del Estado el que éste apoye con dinero público el ejercicio del derecho a la libertad religiosa, ni tampoco lo es el subvencionar las instituciones religiosas de forma proporcionada a su implantación en la sociedad. En la actualidad detectamos síntomas de menosprecio y de intolerancia por parte del Estado en relación con la presencia de la religión católica en los programas de enseñanza pública y en el rechazo de los signos religiosos en los centros. Es urgente la colaboración de todas las instituciones, incluidas la familia y la escuela, para mejorar la calidad de la enseñanza y de la educación moral de la juventud, dado que sin educación moral no puede haber verdadera democracia.



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