Opinión

La sociedad española, la Iglesia y el Estado

El panorama de la Iglesia española está marcado por una generación de clérigos nacidos y educados en un Estado confesional, en el Nacional Catolicismo. Formados en unos seminarios con unas metodologías distintas de las actuales. Un clero con una tradición religiosa retrógada, anacrónica y con una formación cívica nula. Unos clérigos que ejercimos nuestro apostolado en unas condiciones distintas a las de hoy, por no decir contrarias. Un clero en el que la media de edad de obispos y sacerdotes pasa de los 70 años. En el episcopado no hay ninguno que tenga menos de 60 y en el resto de la pirámide social ocupamos unos escalones reducidísimos. Un clero que debe su vocación a un ambiente familiar de profundas y sólidas costumbres cristianas. De extracción social diversa. En su mayoría hijos de campesinos. Un clero conservador y con muchos recelos ante la aceptación de los cambios introducidos por el Concilio Vaticano II, evento que casi siempre consideraron progresista como sucedió con la aprobación de la ‘Libertad Religiosa’. Un clero muy poco encarnado en el mundo al que decimos que servimos sin conocerlo y por consiguiente sin amarlo. Un clero que nació, creció y vivió en un Estado confesional que hoy tanto añoramos. Lo que hace que sea muy difícil llegar a un entendimiento ‘pastoral’ entre gentes que según ‘Camino’ nacieron para ser ‘caudillos’, para mandar y dirigir a un pueblo, ‘estado de topa’, compuesto por gentes rutinarias. En este pueblo hay una mayoría joven en la que unos se declaran agnósticos, otros ateos prácticos y la mayoría creyentes pero no practicantes.


La gran masa son gentes nacidas después del franquismo que han perdido el miedo a los anatemas, a los dogmatismos y a las intimidaciones. Es cierto que se encuentran algunos grupos de jóvenes comprometidos, creyentes y practicantes. Se trata de una juventud no formada ni educada en las formas religiosas de las generaciones que les precedieron. Una juventud que, como dice el Papa Benedicto XVI, vive en un Estado y en unas sociedades en las que los valores terrenos están sustituyendo y desplazando a los espirituales. Un pueblo en el que imperan los tres ídolos modernos: el dinero, el poder y el sexo. Por ello la no presencia de signos religiosos en la vida pública es algo que no les preocupa. Unos jóvenes que en su mayoría han tirado por la borda las prácticas religiosas. Muchos de ellos desde la confirmación no pisaron más los templos. En esta sociedad tenemos que convivir clero y pueblo joven hablando lenguajes diferentes y moviéndonos siempre por caminos paralelos que nunca llegan a encontrarse.


En los métodos tradicionales de pastoral no encontramos soluciones para detener el mal. Estamos metidos en un atolladero. A mí para salir de este atolladero sólo se me ocurren las soluciones adoptadas en España a la muerte del Caudillo. Ruptura total con el pasado o acuerdos fruto de unos pactos. Dejemos a un lado la ruptura total porque nos llevaría a una descristianización, y pongamos en práctica la postura del diálogo y los acuerdos con los adelantos científicos lo que nos tiene que llevar a ‘inculturar la fe’ sin traicionar el ‘Depósito de la Revelación’ y sin apartarnos de los caminos señalados por la Biblia; por las diversas religiones y por los humanismos integrales.


Dejemos pues de lado la ruptura total, el dogmatismo a ultranza y las intransigencias, y ensayemos nuevos caminos y nuevos métodos de acercamiento al mundo joven que camina hacia ‘la meta’ con el corazón al descubierto.



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