Opinión

Duelo al sol

El otro día me invitó a comer. Llegué yo dispuesto a alegrarle el día, a darle moral tal si fuera un coach muy compasivo, a recordarle que la risa también existe en el reino de los cielos. Ay, más allá de los males que le acosan.

Créeme, sucedió al revés. Fue él con su júbilo quien alejó de mí las negras alas que a veces me rondan. Cuando se fue, me sentí mejor que después de cien horas con el psicoanalista.

Te hablo de Julio Dorado, aviador intrépido, columnista de este periódico, hombre de mundo que engulle la vida a grandes tragos. Me enseñó que la mayor de las virtudes es la fortaleza. A su lado recordé a Jerjes, el griego: ofrecía tesoros a quien le mostrase placeres por descubrir.

Pero te cuento. Aquel día, en la higiénica habitación del hospital, el médico le espetó sin más: “Tienes la jodida enfermedad que todos tememos”.

El chamán que conoció en la selva amazónica ya le previno que, en siete años, vendrían malos tiempos. Pasaron siete años bíblicos. Justos. Y mientras dormía notó que la mano arrugada del chamán le daba recado. “Julio, prepárate para soportar el infortunio que te envían los hados”.

Decidió entrar sonriente a todos los quirófanos, guiñarle pícaro a la anestesista y pedirle el teléfono a toda enfermera de senos generosos.

Qué tipo. He de contarte cómo llegó a nuestra cita. Cierto que es hombre de posibles. Bajó arrogante de su Mercedes rojo, ese de puertas de cigüeña que abren hacia arriba. Siempre me dijo que era más feliz cruzando los cielos en su avión que pisando incluso la Tierra Prometida.

Allá, en la vieja casa cuartel de Vilardevós, donde nació, ya creció fascinado por los aviones.

Tiene fama de ser uno de los mejores aviadores de este trozo de mundo. En otros tiempos, cuando pilotaba la avioneta para apagar incendios, sus colegas le decían “Barón Rojo” por sus maniobras rozando las llamas. “Cuando vuelo sobre lugares incendiados, también yo padezco de incendio de corazón”

Julio ha trabajado duro, tuvo una flota de aviones y me narra sonriente una de sus anécdotas favoritas. “Te parecerá increíble, pero es bien cierto lo que me sucedió. Tenía mi avión guardado en el aeródromo, en mi cuartel general. Todo estaba en orden. A medianoche me llama un oficial con voz fantasmal: ‘Ven de inmediato, alguien robó tu avión’. Pensé que era una broma. Pero allá me fui. Los que escribimos sabemos que, con frecuencia, la realidad supera todo lo imaginable. Llego y veo mi avión volcado, las ruedas al aire, a unos doscientos metros del aeródromo. Investigamos, y parece una historia de los hermanos Marx. El fulano sorteó todas las vigilancias, y el azar hizo que subiese a mi avión que tenía la llave puesta. ¿Sabes?, no es nada fácil poner estos aparatos en marcha, pero el tipo arrampló campo a través y casi alza el vuelo. Al final se estrelló contra unos árboles. Qué catástrofe. Pronto dimos con el sujeto. Rondaba por allí entre risas y saltos como un saltimbanqui. Créetelo, era un enfermo mental que se había escapado del sanatorio de Conxo”.

(“Julio, ¿es cierta la leyenda de los revólveres?” Sonríe, pícaro. Así que démosla por verídica. Siempre fue muy mujeriego. Cuando habitó en Caracas, un marido celoso fue a por él. Sucedió que aquel hombre tenía un noble apellido español. “Doy por supuesto que usted también es un caballero. Solucionémoslo con un duelo. Traiga sus padrinos y elija armas”. Aceptó. Cada uno caminó doce yardas, la distancia caballeresca.)

Nos despedimos. Mis ojos quedan más limpios. Toma su coche alado y parte. Quizás a buscar las ruinas de Troya.

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