Opinión

Historia de un naufragio

Regresábamos de La Habana. Yo me había escapado del transportín de cabina del Boeing 767 en el que viajaba de extra crew e intentaba echar una cabezada en business class (nada de lo que hacen los ricos me disgusta ) para diluir un poco mi jet lag y a la vez aliviarme del brasas del "cona-andante", que me tenía calcinados los baricentros contándome de sus desmanes (y sus manes) de don Juan, y de su tercer divorcio..., normal.

El paisano estaba allí no sé bien por qué líos de overbooking que, de entrada, ya le habían redimido de la pena (y del pecado) de viajar en clase turista; y para que no le preguntasen nada más o tal vez acicatado por la verborrea (o el apretón) que produce el esnifar tanto despecho, me lo contó de una tacada. Puede que lo distorsione al revivirlo años después, pero así lo percibí medio dormido o así, mejor dicho, lo recuerdo:

El era agricultor, "el que labra su tierra se saciará de pan", dicen los Provervios, pero sabido es que no solo de pan vive el hombre, y los Provervios nada aclaran del compango de la carne, y menos cuando palpita. Era un mañico de pro, tez queloides del Moncayo, manos uña mugre ténue, jubón fiestas de la Pilarica y bermudas río Ebro, a quien sus colegas de alcoholismo sexual (cada vez que salían a buscar sexo y a ligar terminaban enganchando unas cogorzas de espanto) habían convencido para que se subiese de una buena vez en "el lechero"(así llamaban en las Cinco Villas al avión que iba a Cuba) en procura de aquella mocica allende los mares con la que era ya vox Bárdenas Reales que llevaba algún tiempo tonteando... Cásate que así ya tendremos mujer, malicié para mis adentros, aunque solo sea para arrimarle un ¡"má que ternascaaa"! por la calle de vez en cuando. Él me dijo algo por el estilo: "el que lejos se va a casar o va a ser engañado o va a engañar". Pero iba a cumplir los cincuenta, ya no era ningún zagal y además, ay, estaba solo como junquico en el agua; me juró, eso sí, que de haber tenido más en cuenta lo del amor a control remoto no se habría metido en tamaño charco. Yo pensé: ¡a Zaragoza ridiéz y si no al charco otra vez!, y debo admitir que me asaltaron mis dudas.

Ella era una guajirita de Guantánamo, con ese resplandor lozano que acaso pueden bruñir las ceras y los afeites pero que en aquella Cuba Libre -hay quien llama a los cubatas "mentiritas"- brillaban solamente por su exilio; era ingenua, -ni siquiera sabía qué era exilio- tanto, que para ella todos los extranjeros tenían aún más pasta que ganas de "templar" y cualquiera, pensaba, podía llevarla desposada por esas Jaujas de Dios, en donde, cuando la cosa va mal, los perros se amaroman con orondas longanizas.

Se llamaba "Yulaimi" (you like me), como podría llamarse "Us-nay", "Air-force-one" o vicebersa, si, incluso "Vise-bersa", los nombre en Cuba tienen muchas veces más transfondo que los soporíferos discursos de Fidel. Él se llamaba Lorenzo, "coronado de laurel", "Loren" para los amigos; era un infanzón de Egea de los Caballeros, buen tañedor de bandurria, buen rapsoda de la jota y un virtuoso con los "Jhon Deere", tanto tractores como cosechadoras.

¿Se conocían?, no, se habían mandado fotos de cuerpo entero y cartas por la mitad, llenas de medias mentiras y verdades agrandadas, postponiendo para el día (o la noche) que antes o después habría de ser de autos los trasuntos del alma, lo esencial, lo metafísico... Así que, insomnio y ovejas negras la víspera, quedaron al día siguiente de su llegada a La Habana, justo en frente del hotel, muy tempranito para hacer cundir más las horas (y las piernas), ya que tenían pensado recorrer la ciudad, vivirla como si no hubiera un mañana, beberla como si no hubiera un ahorita mismo, quemarla si hiciera falta como Nerones, que al fin y al cabo todo cuanto ocurría a su alrededor era supérfluo.

¡Y por fín se conocieron!: ¡cuánto que contarse, dios!; ¡cuánto, "qué ganas tenía!" ¡cuánto, "qué majica eres!", ¡cuánto, "mi papito lindo!" Y al final, ay, ¡cuánto cuento!; porque ay, ay, ay, a medida que fueron desgranando calles (y palabros) se fueron percatando de que nada tenían en común, de que estaban mas bien hechos el uno contra el otro, de que o al baturrico le sobraba mucha virtud o no le faltaba a la guantanamera ningún defecto. ¡Ay!

En la Bodeguita de en medio comieron (poco) y bebieron (demasiado), no hablaron casi nada. Después, ya totalmente ajenos al amor, continuaron habaneando por hastío rotacional: la plaza de Armas, el Malecón, el Capitolio, el Floridita, donde cabe el bronce erguido de un Heminguay abstemio, siguieron ofrendando al dios de los beodos... Fueron tantos los mojitos que Baco, en pago, les concedió aquella minúscula ramita de deseo que, aún así, ambos cuidaron con afán, como esa hierba clandestina capaz de hacerte feliz (aunque sea omnubilado) que se cultiva en secreto... y se miraron, y se sonrieron, y se besaron, y se aflojaron las lenguas y se juntaron (y se metieron) las manos.

Cuando al amparo uno del otro (y de la noche) subieron trastabillando las escaleras del hotel Meliá Cohiba, el cancervero -allí les llaman custodios- aun intentó disuadirles: "la señorita no puede entrar". Pero bastaron veinte dólares para que los subiese él mismo hasta la habitación casi en volandas. Allí hicieron cuanto pudieron (y sabían). Ella mucho al parecer. El pensó que aquello había que recompensarlo de algún modo, al fin y al cabo era de Egea, un auténtico hijodealgo.

A la mañana siguiente habían esquilmado el minibar, las ganas y los cubitos de hielo, y dónde va que se le habían derretido los escrúpulos. En el ámbito el marasmo y la lujuria (estancada), olor a glándulas a tabaco y a licor, olor a mar Caribe, olor a marea (baja). "Toma", la humilló él, "te lo mereces". Ella quedó mirándole en silencio, ausente, melancólica, profunda, tendida sobre la cama como la arena del mar, que, tendida sobre la playa, recibe con indolencia el regalo de un naufragio...

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