Opinión

¡Ni tan pequeño!

A tus años Napoleón era ya capitán!”, arengaba un padre a su hijo apoltronado en el sofá. “¡Y a los tuyos emperador de Francia!”, se defendía éste… “¡Hijo, cómo te atreves a echarle tanto morro!”, reprendía otro progenitor a su benjamín recluta que llegaba de permiso vestido de general. “¡Pues como tenga que aguardar en la mili hasta que me concedan los galones…!” Qué quieren que les diga, me mola más el de la guerrera tuneada...

Toda la vida me han subyugado los granujas. El “pequeño Lázaro” (de Tormes) nos detalla las mil hazañas -y añagazas- a las que se vio impelido para poder desquitarse del ciego avaro que ni siquiera le permitía compartir el hambre medias; para robarle al clérigo mezquino el pan de misa, sacando copia de las llaves del baúl, echándole la culpa a los ratones; para poder subsistir entre escuderos arruinados, frailes golosos y buleros sin conciencia… Y hoy no solo la festejamos como una obra excelente, precursora de nuestra literatura picaresca -“El Lazarillo de Tormes”, me refiero-, sino que se la considera un bosquejo mordaz y despiadado de la sociedad del momento, sobre todo en lo tocante a la hipocresía clerical y religiosa.

De mis alocadas -y olvidadizas- primaveras aún recuerdo cuando falsificaba yo la firma de mi padre para dar el visto bueno a los suspensos de mi hermana; el justificante de mis gripes para esfumarme los viernes del colegio; la autorización, al ser menor de edad, para poder vender sangre -mil pesetas cada chupetón, entonces la pagaban- en la Residencia Sanitaria Nuestra Señora del Cristal de Ourense y otras trampas y celadas que hoy incluso me acojono al memorar. Aún no tenía siquiera la edad del pequeño Nicolás (esta se puede contar) cuando, después de robar una bici, destrozar dos coches -y las expectativas en mí depositadas-, opositar a madero, tener un hijo y emigrar a América, conseguí por fin un curro de visitador médico en Caracas… En el simposio de cardiología al que me envió por primera vez la empresa farmacéutica en su representación, ni dios se acercaba a mi stand –ni dios me conocía-, ni dios se fijaba en mis productos, ni dios me hacía puto caso… Así es que me planté ante el mostrador de información donde tenían silenciada –y silenciosa- la megafonía: “Señorita por favor, ¿podría anunciarme este aviso?”. Y en el salón del hotel donde se celebraba el evento, reverberaba imponente: “Atención Julio Dorado, tenga la bondad de pasar por el stand de laboratorios Hoechst. Gracias”. Y así cada media hora. Terminé siendo más famoso que los Beatles… “Coño, cómo me suena tu nombre”, chocheaban los galenos cuando después les entregaba mi tarjeta. Y yo, hala, a comerles el tarro y la moral para que prescribieran mi furosemida… Conseguí un montón de citas -y recetas- empezando por la de la cotorra del megáfono.

Por eso hoy no puedo sino postrarme -¡Salve oh hijo de la FAES y los selfies!- ante ese gran pequeño Nicolás. Para mí es un auténtico maestro. Un gigante de la comunicación. Un monstruo de la de la inventiva. Un titán del lucimiento, de la mistificación, del corta y pega… Un hombre de nuestro tiempo que diría Dolores de Cospedal (y de cabeza): “La misma corrupción que hay en los partidos políticos la hay en la sociedad”…sí señor, sí, cuánta razón tiene... Es más, yo mantengo que el pequeño Nicolás es un genuino hombre de Estado ¡qué demonios!... ¿Es que acaso no reúne todos los defectos?

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