Opinión

No me importa, ¡pero jode!

A principios de siglo… ¡joder, qué lejos suena esto!, recorrí todas las islas del mar Tirreno inspeccionando las líneas eléctricas con un helicóptero. Era invierno. Nadie quería hacer ese trabajo y los italianos me cogieron de pardillo. Volé desde Galicia, cruzando por Mahón, Cerdeña y el Mediterráneo. La nieve en el Etna competía con el magma y el viento azuzaba en las montañas aún más histérico que las aspas de los rotores. Apreté tanto los dientes (y el ojete) encaramándome por aquellas cumbres, agazapándome entre aquellos barrancos de Sicilia que, como el excombatiente que logra salir indemne del conflicto, he querido regresar al lugar de la refriega.

Estos días ando por Taormina, Catania y Siracusa, viendo los vestigios (y el negocio) que dejaron des-montado griegos y romanos. Antes anduve por Nápoles, escapando de las motocicletas, los baches y los sablazos. Y de sorpresa en sofoco: los hoteles de cuatro estrellas pueden resultar de cuatro cuchilladas a la hora de pedir la cuenta… “il conto”, dicen ellos. Las calles son trincheras donde se puede perder un autobús y los coches tienen abolladuras hasta en la varilla del aceite. Ya me gustaría ya llevar el mío a pasar allí la ITV… Pero no, no se puede, Europa no lo permite. 

Resulta que la Europa de la norma (y de la sorna), que manda a los hombres de negro a hacernos test de estrés a cada rato, y nos asfixia a directivas, reglamentos y mariconadas no permite estas pequeñas licencias a sus ciudadanos. Permite, eso sí, que las compañías telefónicas nos saquen los ojos si enviamos un email, o activamos la itinerancia del móvil. Permite que las compañías aéreas nos estrujen en asientos para pigmeos, donde te revientan las varices y la cabeza a base de propaganda y menudeo de trangalladas a bordo. Permite el atraco sibilino de la industria alimentaria: “bajo en calorías”; o de la hotelera: “habitaciones con encanto”; o de la cosmética: “promesas cumplidas”, y permite un sinfín de sinvergüencerías más, todas relacionadas con la pasta. Pero después, que cada can se lama su carallo…

Vale, acepto el desmadre normativo. Es más, me gusta. He vivido en otros países caóticos. Aún recuerdo a mis tres “indiecitos” jugando a parar el tráfico, cuando regresamos de Caracas. No se lo podían creer. Echaban pie a cebra y los coches paraban instantáneos. Luego no cruzaban, por supuesto, pero se cagaban de la risa... No me importa que los motorizados, si les place, vayan sin casco, hablando por el móvil e incluso a contramano, como en Nápoles. O que no usen el cinturón en los coches, como en Sicilia, y que el usarlo signifique que eres guiri y que te pueden, si te descuidas, dar el palo... No me importa que en España te multen por ir en bici sin el ridículo casquete para los chichones y sin embargo te dejen correr los sanfermines a cuerpo gentil, sin llevar al menos una armadura de titanio. O que las eléctricas te cobren lo que les salga del forro sin ni siquiera un (in)justificante que se entienda… Hay que respetar las tradiciones de cada país, sí señor. Y las normas, aunque nos salgan, por ejemplo, con lo de la higiene y seguridad en el trabajo, tan exigible a la mercería de la esquina como a la pesca en el Atlántico: ¿qué seguridad tienen los marineros ante el mar embravecido?, ¿qué higiene compartiendo un camarote diminuto?, ¿qué salud (mental) sufriendo soledad y desarraigo?... No me importa, claro que no. Pero jode.

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