Opinión

Uso correcto del lenguaje

No sabemos hablar. Hay que decirlo claramente. Todo esto ocurre ante la indiferencia general. No parece que más que el hablar bien fuera cosa del franquismo, como los embalses. Los españoles, menos aún que otros pueblos europeos, no sabemos hablar a pesar de contar con idiomas ricos, por ejemplo, el castellano, gallego, catalán y vascuence. Posiblemente, porque nos faltan las palabras echamos mano de los gestos, de los aspavientos miméticos. Quiérase o no, al Estado le corresponde cuidar que las lenguas se preserven, porque, a no dudarlo, constituyen un valor determinante de la cultura estatal. Así como tenemos un territorio concreto con sus autonomías de suelo y mar, se debe consolidar, una vez por todas, un territorio cultural, comprensivo también de los cuatro idiomas oficiales mencionados.


Desde luego, donde posiblemente se manifiesta más la universalidad de lo español y sus autonomías es en la lengua, que es el material primario de la cultura, el barro del que se elaboran sus adobes. El principal problema surge, naturalmente, en el inicio de la etapa de aprendizaje, si los que enseñan -independientemente de la familia, que también influye-, maestros, profesores, catedráticos y enseñantes en general, no son capaces de hablar correctamente en el ejercicio profesional, no hay ninguna posibilidad de que la sociedad exprese correctamente. Ninguna.


Todas las lenguas del Estado son lo suficientemente ricas para poder expresar las ideas de cada individuo de manera que todo el mundo, sin necesidad de emitir e intercalar exabruptos, tacos o palabras soeces o malsonantes.


Sea como sea, el hombre elemental español no es buen conversador, y su actitud oratoria suele ser paradójica: habla en exceso en la cafetería o en el trabajo -en especial de fútbol, los lunes-. Y enmudece en familia, o bien, desparpaja en casa y es monosilábico en público. No obstante, cuando se decide ser locuaz, en su domicilio o en la rúa, es de una pobreza expresiva que desalienta; su vocabulario es escaso, fustiga sus exposiciones con muletillas, no sabe salir del tópico, publicitario o pedestre, que reitera una y otra vez como si fuera la tabla de salvación de su subsistencia verbal. Tan importante, si no más, como aprender a leer y escribir es aprender a hablar, a expresarse con claridad, precisión y un cierto encanto que mantenga la atención del interlocutor.


Por ello, abogo desde aquí por el derecho a la palabra. La proclamación del derecho a la palabra debería ser la reivindicación de los medios de comunicación que, a pesar de valerse de ella como de su instrumento esencial, han helado la cordialidad del trato directo y no han sabido hacer hablar y enseñar a hablar a todos y cada uno de los ciudadanos. En televisión, por ejemplo, no es la primera vez que escuchamos a algún profesional presentador, y también presentadora, decir ‘conyugue’ en vez de la palabra correcta de ‘cónyuge’. Bueno. Y mucho más...


También tenemos la palabra política. Suele ser enfática, deliberadamente oscura. Hay que exigirle, necesariamente, comprensibilidad para todos, extrapolarle la connotación de poder -me refiero a toda clase de poder- y hacerla asequible al público.


Cuando dieron comienzo en Galicia las primeras obras del AVE, y un encofrador comen zó hablar en gallego, otro en catalán, otro en vasco, otro en bable, y no se entendían, debido a un exceso de peculiaridad. No es que no hubieran olvidado la lengua del Estado, es que les parecía denigrante. Decía el capataz: ‘¿Qué más da que Yordi Pujol, cuando era presidente de la Generalitat, hablaba la lengua del Estado o el catalán si en cualquier caso no se entiende nada de lo que dice?’. El ínclito Yordi habla un catalán estatal y una lengua del Estado catalanizada. En ambas situaciones hace de la virtud error. A Pujol no hay que oírle, hay que verle. Tiene una figura napoleónica y sólo le falta meterse una mano en el chaleco e invadir la Federación Rusa. Por otro lado, en Santander, Valladolid, Burgos, Soria, Segovia, Avila, entre otros países, están que muerden porque da la casualidad de que su lengua es, única: el castellano.


En lo que se refiere a la palabra científica y técnica hay que hacerla salir del área de los iniciados, que sea patrimonio de todos y no de una educación selectiva que discrimina la comprensión precisamente de los auténticos afectados.


Y, naturalmente, a la palabra corriente y llana restituirle el valor emotivo y la atención general; que todos podamos y sepamos hablar de todo lo que ocurre en el planeta Tierra. A esta palabra, entrañable y primera, sobre todo, devolverle el interlocutor.


Entre un lenguaje enfático en el Poder, un lenguaje marginado y paradójico fuera o apartado de la opinión, en la ciencia y en la técnica, y un habla corriente que, por desgracia, se empobrece día a día y que no se escucha, lo que está peligrando son la libertad y la identidad de la persona humana.


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