Opinión

A Jaime Noguerol y Alexandro

La fuente de la tarde brotaba agua limpia y realizada. La lluvia caía lenta y apacible entre las piedras adosadas al musgo. Ellos allí, detenidos y en silencio, después de tanto crear, tanto latir, tanto vivir. Recobraban aliento pensando en algo nuevo y distinto, en algo que no haya dicho aún todo lo que son. Al compás de su respiración palabras y colores se confundían: los artistas y su alma incansable. Los ojos le brillaban y la fuente de la tarde le arrancaba un destello, entre emoción y nostalgia, al viejo Miño que se debatía ansioso entre el hoy y el ayer desparramado.


-Tengo que leer un poema y tengo que hacerlo bien. Sí, me va a salir bien -rezaba para sí el escritor-.


Y lo decía como si estuviera en juego la seguridad de un pueblo, la conquista definitiva que concede la victoria como si aquel poema fuese la corona de laurel para su ciudad -tierra prometida-. El pincel y la pluma habían hecho un pacto, rendir honores a la Burga sagrada que les dio la luz, su primera luz, la buena, la de la gloria y el fuego, la del manantial.


El pintor lo observaba todo y sonreía. La estela de su mirada buscaba el trazo y la expresión, la gama y el claroscuro del espectáculo que se mecía ante él. Los dos subieron al púlpito, ahora su ciudad les honraba a ellos (¿veis?, el eterno equilibrio). Se hablaba de ellos, de su mundo, de su vida de juego y bambalinas. Ellos soñaban ya con su nueva canción.


En un momento de sortilegio romántico, la luna llena, seducida por sus amados artistas, les guiñó un ojo, y con su rayo azul les besó la frente. Ella era la no oculta, la luna guapa, la mágica, la que había convertido en luz la leyenda del pergamino dorado de las sombras.



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