Opinión

El médico y la sombra (2ªparte)

Pronto se hizo noche. La oscuridad en ese tiempo invernal avanza sobre las casas y las cosas como un salteador de caminos, cubierto con capa y embozo negro.

La humedad en el caserón era notabilísima y se le abrazaba como una mujer necia arañándole la espalda. El frío ya no era otra cosa que una navaja de afeitar que le iba cortando a tiras los músculos pectorales. Los pies conservaron los calcetines para hacer soportable aquella cama, más bien camastro, que había logrado confeccionar con unas mantas viejas de olor nauseabundo y aquellos cobertores rojos.

Dormir le era imposible pues no dejó de tiritar y de rechinar los dientes. Al lado mismo de la cama caía una gotera que intentó solucionar apañándola con el palanganero del espejo. Podría haber encendido un pequeño calefactor, pero la potencia de la luz se negó a ello y le fundía los plomos a cada momento.

No le quedaba otra que suplicar al cielo que pasase la noche lo antes posible. El viaje larguísimo terminó por agotarlo y extenuado como estaba pasó a ese estado de sopor en el que uno jura no dormir nada, aunque en realidad, es un pobre estafermo girando sobre sí mismo como un muñeco.

Un hombre altísimo le miraba fijamente desde los pies de la cama. Claro, pensó, es el que arrastraba los pies en el fayado. Era una figura larga y negra. A veces se inclinaba sobre él y luego retornaba a su posición rígida. Su respiración dificultosa le hizo suponer que aquel visitante que le producía terror, padecía alguna enfermedad obstructiva crónica. Muy posiblemente ese atrapamiento de aire en el interior de los pulmones producido por la ruptura de la pared de los alvéolos. Ese enfisema producía un sonido que hacía más tremenda la sensación de aprensión y espanto.

Yo, dijo el humanoide, he venido a verte. Normalmente no me paso aquí las noches del invierno perdiendo el tiempo con un cuasi estudiante. Lo habitual es verme paseando flemático por el atrio de la iglesia. Allí reposan los huesos de mis enfermos. Muchos de ellos abatidos por una muerte que no pude frenar con mis frecuentes desvelos. Porque me debo a ellos, le he pedido al cielo no irme al otro barrio, sino velarlos con esta lúgubre figura de cadáver exánime y patitieso.

No pudo contestar el joven médico. Las palabras se le quedaron pegadas al cielo del paladar y lo más que produjo fue un estertor. ¡Blum!, sonó su corazón en eco.

Voy a darte unos consejos, prosiguió el espectro, que vas a aceptarme por ser yo tu profesor por esta noche en la que sólo soy sombra de lo que fue pellejo. No temas tu trabajo. Piensa que, al fin, todo tu tiempo se irá en resolver algunas minucias: las enfermedades exantemáticas, algunas fracturas sencillas y leves distocias en el parto. La charla cordial será la mejor pomada para los niños y los más viejos. Mucho ojo clínico, esa especie de intuición que te sacará de todos los aprietos.

¡Blum!, hizo la sombra y desapareció montada en un golpe de viento.

Cuando entró vergonzosa la mañana, lo hizo sin permiso del Colegio de Médicos. Descubrió, a la sazón, al doctorcito agarrotado sobre la cama, con cara de susto, lívido y yerto.

¡Blum!, ¡Blum!, ¡Blum!, sonaron los tambores del carnaval de febrero.

Desde entonces no una sino dos almas en pena pasean aquel jardín de muertos, mientras bisbisean rezando con las palabras, en latín, de su vademécum.

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