Opinión

Mu quiere ser cartero

El abuelo de Mu lo atrajo hacia su lado y comenzó a contarle sobre los carteros, esos que tanto le fascinaban:

Un día tuve yo carta, y me pareció maravilloso. Me puse a leerla, detrás de la tapa levantada de mi pupitre de niño del tercer año. Era de Merceditas la niña más guapa de los gitanos. Ella que aún no sabía escribir, pintó un montón de corazones. Y yo leí que me quería en aquella hoja de dos rayas, no en las letras, sino en aquellos labios estampados con el carmín de su hermana que guardaba en aquel plumier de madera, al lado de una canica de barro y un trocito de jabón para lavar las manos. Tenía también, como no, un borrón de tinta que había secado con un secante rosa que le dejó su hermano.

Mu se quedó pasmado de que el abuelo, al que tanto quería, le abriese su caparazón y le contase aquella intimidad tan bárbara. Porque el padre de su madre era como un galápago que guardaba, pensaba él, bajo su caparazón hermético toda la historia del mundo y todas las palabras. Y siguió escuchando:

Venían en bicicleta y los perros les perseguían con una furia desmesurada. A ellos, los carteros de mi infancia, no les importaba aquel peligro con patas. Les merecía la pena. Saber el nombre de alguien, y ellos sabían los nuestros, era como tener ya una pizca de nuestra alma. 

 A mi pueblo no venía un cartero sino una cartera que era fuerte y lozana. Lo expresaban así los hombres, que jugaban la partida mascando un palillo plano, cuando pasaba pedaleando con su falda remangada.

Abría con parsimonia aquel maletón gigante. Allí iban atadas en manojos las cartas clasificadas: las del pico del pueblo, las de los guardias, las de doña Pepita y las de las casas baratas. La gente le preguntaba: ¿Tengo yo correo? Si decía un “no” seguían a lo suyo pensando que algún día vendría la que siempre esperaban. Algunas veces ponía aquella cartera la voz un poco aflautada para avisar al afortunado de que tenía un giro postal de aquella hija que trabajaba, yo qué sé, por lo menos en Ribadavia. 

Recibir un giro postal producía una envidia, de la buena suponiendo que la haya, pues vendría bien aquello para comprar algo de vino, medio kilo de naranjas, una botellita de aceite, una libra de chocolate, un cuarterón de tabaco y otros ultramarinos que vendían siempre a granel en la Casa de la Engracia. Ah, se me olvidaba, y una carpetita pequeña y plana que llamaban un librito y era papel muy fino para hacer unos cigarros apretados y bonitos.

Si los sobres llevaban alrededor los colores azul y rojo habían venido por avión desde países lejanos. Si el color circundante era negro entonces hablaban de gente que ya se había ido a aquel sitio con árboles picudos y fantasmagóricos, los cipreses estirados y verdes, que de noche vigilaban cómo las almas de los muertos eran pájaros desplumados que chillaban como los búhos y las urracas. Aunque las cartas en su mayoría son blancas porque traen recuerdos, cariños que van y vienen y vuelan sin tener alas.

A Mu le gustaría ser cartero como aquellos que el abuelo conoció en su infancia. Pero ahora nos envían un e-mail y si te dicen “te quiero” lo escribirán con “K”, y un emoticón muy feo. 

Es bonito ser cartero para que no se nos mueran las palabras.

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