MITÓMANOS

¿Hubo alguna vez faraones en Egipto?

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Aunque pueda resultar increíble, en Egipto nunca hubo faraones: solo fue un nombre popular que se divulgó en la Edad Antigua entre los hebreos, griegos y romanos. Pero que no existía como tal entre los reyes egipcios.

Acostumbrados a ver películas donde aparece Keops, el constructor de la Gran Pirámide, tratado como Faraón de Egipto, cuesta trabajo creer que no se trata más que de una construcción posterior. En tiempos de Keops, cuyo  nombre real era Jufu, nadie se habría dirigido al Dios viviente como Faraón, sino con sus títulos auténticos, que se mantuvieron en los 3.000 años de la civilización del Nilo sin cambios ni añadidos. Estos eran básicamente cuatro: Horus, Señor de las Dos Tierras, Hijo de Ra y  el más curioso, El del Junco y la Abeja, siempre en relación con su origen divino y con la naturaleza de Egipto, compuesto de dos reinos, el Norte (Delta) y el Sur (Valle), unificados por Narmer, el primer soberano. 


El título de Faraón no existió nunca y ni siquiera Cleopatra lo utilizó, aunque era conocido, ya que así se dirigían los representantes extranjeros, griegos o romanos, pero nunca figuró entre los rangos oficiales.
Su nacimiento se sitúa en torno al Imperio Nuevo, sobre el años 1500 antes de Cristo, cuando accede al trono Hatshepshut, nieta, hija y esposa de reyes, quien al quedarse viuda asumió primero la regencia del pequeño Tutmosis III, su sobrino-hijastro, y más tarde la titularidad del trono como rey de pleno derecho. Tutmosis III continuó en la corte, pero relegado a asuntos menores, entre ellos liderar expediciones militares y comerciales. 


La servidumbre estaba en parte desconcertada con tener dos reyes y parece que fue en ese momento cuando comenzó a aparecer la palabra “faraón”, que no es sino una expresión egipcia para referirse al conjunto de edificios donde vivía el monarca. En concreto, proviene de las palabras “pher”, que significa casa, y “aa”, que quiere decir grande. Es decir, “pher-aa” sería casa grande o palacio. Así empezaron a llamar a la corte, y por extensión a su titular, como ahora es habitual escuchar o leer que una decisión llega desde la Casa Blanca, el Kremlin o la Moncloa o incluso se atribuyen declaraciones dichas estancias. “La Moncloa considera que…” no significa más que “el presidente el Gobierno dice…”. De la misma forma ocurrió en Egipto, pero nunca como título real. 


El nombre faraón se hizo popular sobre todo con los textos hebreos. En la Biblia aparece a menudo y de forma expresa en Éxodo, que narra la supuesta huida de Egipto de cientos de miles de judíos tras las diez plagas enviadas por su Dios contra Faraón y su pueblo. En ningún momento se aclara qué rey es, aunque la tradición apunta a Ramsés II, lo que parece poco probable aunque no del todo imposible a tenor de ciertos datos arqueológicos sobre la construcción de la ciudad de Pi-Ramsés, localizada de forma concluyente en el siglo XX en un ramal seco del Nilo. Los judíos pronunciaban el egipcio a su manera y ahí, en su habla, se “coció” la palabra definitiva: “Phar-ao”.


Continuó habiendo faraones durante mil año más, pero ninguno de ellos asumiría dicha denominación. Cleopatra, más griega que egipcia (su nombre es heleno, La Gloria del Padre), se hacía llamar Reina-Rey, y aunque conocía el título de Faraón mantuvo los nombres del trono tradicionales del país: Hija de Ra y Señora del Junco y la Abeja…

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