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Metílico: 50 años de una injusticia

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Ciegos, huérfanos, familias rotas, condenas apenas cumplidas, indemnizaciones no pagadas… La gran injusticia. Así se resume el “caso Metílico”, el proceso por el mayor envenenamiento ocurrido en España y uno de los más importantes del mundo, de cuyo juicio se cumplen estos días 50 años. 

Era el 1 de diciembre de 1967. La Audiencia de Ourense, situada entonces en el actual Pazo Provincial, iba a ser escenario de la actuación judicial más importante desde la Causa General de la Guerra Civil. Así lo atestiguaba el interés social y mediático, con periodistas desplazados desde Madrid para cubrir el juicio y numeroso público haciendo fila a la espera de que se abriera la sala de vistas. 

Atrás quedaban cuatro años de investigaciones por parte del fiscal Fernando Seoane y del juez José Cora, que permitieron sentar en el banquillo a once personas, diez de ellas acusadas de un delito contra la salud pública, y una, de encubrimiento. La prensa de la época los bautizó como “los licoreros de la muerte”, pero aquel juicio, con sus condenas de 120 años de cárcel y sus responsabilidades millonarias, resultó ser un trámite, algo que había que enjuiciar y baremar “por ley”, pero poco más. Los muertos fueron enterrados con veneno en sus entrañas y allí se quedaron, solos con sus lápidas, mientras los ciegos, obligados a aprender a golpes por las esquinas, malvivieron desterrados en su prisión de oscuridad esperando una indemnización que nunca llegó.

Así que hoy, cinco décadas después de aquel juicio, los hijos y nietos del metílico y el recuerdo de los envenenados es todo lo que queda de aquella vergüenza letal. 

El principal acusado, Rogelio Aguiar, un bodeguero que regentaba junto a su esposa, María Ferreiro, un modesto establecimiento de elaboración de bebidas alcohólicas en el barrio de A Ponte, fue el blanco de todas las dianas nada más abrirse la sesión. La estrategia estaba clara: todos contra Aguiar, incluso su propia esposa. Las defensas, en un intento de convencer al tribunal de que los demás imputados habían sido víctimas de un engaño, cargaron contra él. Lo acusaron de vender por bueno y a mitad de precio alcohol para elaborar bebidas. Lo intentaron, pero no lo consiguieron.

Desmedido afán de lucro

Desde la cuna del veneno, según determinó la sentencia, Rogelio Aguiar, llevado por un desmedido afán de lucro, puso en marcha un negocio sin competencia. Para ello contactó en Madrid con Casa Aroca, a la que compró 33.712 litros de alcohol isopropílico y unos 75.000 litros de metílico, con el propósito de revenderlos puros, rebajados o mezclados con otras sustancias. Como el primero no ofreció los resultados deseados, optó por el metílico, a pesar de que el suministrador hizo constar en sus envíos: "Mercancía no apta para el consumo de boca". El metílico era veneno puro. Se empleaba para fabricar barnices, pinturas y combustible de aviones. 

Pero eso a Rogelio Aguiar no le importaba. Sin ningún tipo de control, los cargamentos de metílico llegaban a Ourense casi siempre de noche, y en su bodega realizaba las mezclas antes de suministrárselo a sus clientes, un trabajo en el que le ayudaba su esposa, quien dirigía el negocio durante sus frecuentes ausencias.

De esta manera, ambos lanzaron al mercado productos metilizados a partir del año 1962. El buen aspecto y el sabor de los licores favoreció el engaño de taberneros y expendedores de alimentos, quienes, en su ignorancia, hicieron llegar las bebidas a los consumidores. Las consecuencias (oficiales) fueron: 51 personas muertas y 9 ciegas o con lesiones irreversibles.

Cuando se enteró por la prensa de las primeras muertes —ocurridas en Haría (Lanzarote), en marzo de 1963— Aguiar hizo desaparecer las facturas que podían incriminarlo. También intentó que el gerente de Casa Aroca declarase que le había vendido menos metílico del que en realidad le sirvió, a lo que el industrial madrileño se negó.

Mientras en Lanzarote una joven farmacéutica, Elisa Álvarez, descubría que algunos vecinos morían envenenados por tomar aguardiente en las tabernas, en Cea el médico José Seijo asistía a pacientes que fallecían a las pocas horas tras sufrir dolores abdominales, vómitos y una súbita ceguera, provocada, como luego se supo, porque el metílico les quemaba el nervio óptico.

La tragedia era ya imparable. La alarma social en forma de pánico y quiebra económica no tardó en instalarse en la sociedad. Se cerraron bodegas y bares, y Ourense fue sinónimo de muerte, con bromas de mal gusto en algunos medios de Madrid que dibujaban el Puente Romano surcado por una calavera. 

Decomiso inmediato

El fiscal y el juez se implicaron al máximo para que el decomiso de las bebidas metílicas se extendiese a toda España de inmediato. De esta forma, en pocas semanas se intervinieron miles de litros de aguardiente, ron, ginebra, licor café y licor de hierbas, que se apilaban en garrafones en los centros de análisis improvisados ante tal avalancha. Barcelona, Madrid, Galicia, País Vasco, Valencia, El Sáhara e incluso Nueva York fueron algunos de los lugares donde se interceptaron cargamentos con licores metílicos. Y al mismo tiempo, muchos bodegueros honrados intentaban mantenerse a flote publicando anuncios en los que proclamaban la excelencia de sus productos, pero pocos lo consiguieron. 

Y así transcurrieron cuatro años, con los acusados durmiendo en la prisión provincial y los ciudadanos en vela por el temor de saberse a una sola copa de distancia de la muerte si, inconscientemente, consumían la bebida envenenada.

Las pistas de Canarias y Cea permitieron a las autoridades desandar el camino recorrido por el metílico, inculpar a Rogelio Aguiar, su esposa, un abogado amigo suyo y ocho bodegueros, y poner al descubierto la trama con la que habían adulterado el mercado de bebidas alcohólicas. Todos serían condenados a penas de entre 1 y 20 años de cárcel y al pago de indemnizaciones millonarias que nunca se llegaron a abonar. 

La sentencia se leyó en audiencia pública el 27 de diciembre de 1967, una semana después de terminado el juicio. Eran 28 folios. La tesis del fiscal Fernando Seoane se respetó al pie de la letra. Dos años después, el Tribunal Supremo dictó sentencia firme y su fallo apenas modificó la resolución de la Audiencia de Ourense.

Al poco de emitirse los mandamientos de ingreso en prisión, los abogados de los procesados solicitaron sendos indultos, y en algunos casos se concedieron. De esta forma, varios de los condenados con penas superiores a los diez años verían reducida su permanencia en prisión a tan solo cinco o seis años.

Atrás quedaban años de presidio en El Dueso, Herrera de la Mancha, Pamplona y Ourense. Por fin, los condenados habían saldado sus cuentas con la Justicia. Todos menos uno, que ni siquiera llegó a pisar la cárcel después del juicio; mejor dicho, una. La única mujer sentenciada en esta causa: María Ferreiro, la esposa de Rogelio Aguiar. Pocos días después del juicio abandonó Ourense y viajó a París, donde permaneció durante años. En el verano de 1975 fue identificada y detenida en un control rutinario de la Guardia Civil en la frontera de Hendaya, pero el delito ya había prescrito, así que regresó a España y siguió disfrutando de su libertad.

En esta historia de dinero, veneno y muerte hubo avaricia, falta de control por parte de las autoridades, y hasta un Estado que se sacudió las responsabilidades una vez conocida la tragedia. Daba igual… Con un rey llamando a la puerta; con Franco y Carrero Blanco muertos, y con muchos de aquellos abogados de Estado, ministros con cartera y subsecretarios pasando a mejor vida, profesionalmente hablando, ¿qué mejor que olvidarlo todo —como ocurrió durante casi treinta años— dejando a los muertos en su muerte y a los ciegos en su túnel? 

Sin embargo, el destino quiso regalarnos un paradójico recuerdo: la contraetiqueta de una de las botellas con licor envenenado que se comercializó en aquella época. En ella podía leerse en un poema de Rosalía de Castro: "Adiós ríos, adiós fontes;/ adiós regatos pequenos;/ adiós vista dos meus ollos,/ non sei cando nos veremos".

Quizás nunca lleguemos a saber cuántas víctimas provocó el Metílico. Puede que miles, como sostenía el fiscal Seoane. Pero lo que es innegable es que esta tragedia debemos tenerla siempre presente, precisamente, para que nunca más regrese; para que la sociedad jamás vuelva a destilar rabia, impotencia y tristeza, como ocurrió hace 50 años por culpa de unos desaprensivos que, sin querer ser asesinos, mataron la confianza y convirtieron un negocio en un repugnante crimen.

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