MADAME BOVARY

En la década de los noventa, una mañana soleada de no recuerdo qué día, estaba sentado en una terraza del Barrio Latino de París, próximo a la Sorbona, cuando se acercó a mí un enjuto anciano, con poblada melena y aspecto desaliñado. Llevaba el libro de Madame Bovary bajo el brazo, con las tapas de la cubierta desgarradas, preguntándome en perfecto español, quizá por sentirse observado por un joven incauto.
- ¿Ha leído este libro? Si no lo ha hecho se lo regalo.

Le respondí afirmativamente, que tuve el deleite de haberlo hecho, por el impagable tesón de mi profesor de literatura. Sensible con mi respuesta, al menos eso fue lo que deduje, tomó con sus escuálidos brazos una silla, inclinando lentamente su cuerpo hacia la mesa, donde tenía mi café y un croissant, de los mejores que puedan degustarse en ningún lugar. Se presentó diciéndome que Flaubert fue antepasado suyo, y que su vida había sido un calco de la obra colosal del siglo XIX. Me contó que ejerció de médico, como Charles Bovary. Su esposa, al igual que Emma, le fue infiel, suicidándose, en lugar de arsénico, como la protagonista, con amoníaco. La muerte del sueño romántico, del baile con la sensualidad, que todo ser lleva dentro, me dijo. Al modo de Rodolphe, el querido de Madame Bovary, descubrió la carta que el amante le escribió a su mujer al despedirse. Con el rostro compungido me reconoció que la seguía amando, que su situación económica estaba rallando la pobreza y que sólo le quedaba aguardar la muerte, seguramente a orillas del Sena. Se sentía viejo porque todo sentimiento que llegaba a su alma se agriaba como el vino que se introduce en recipientes muy usados.

El camarero, como no podía ser de otro modo, era de Betanzos, me dirigí a él en gallego, y mi espontáneo contertulio nos exclamó con su leve acento francés: 'La hermosa lengua de Rosalía'. Me quedé atónito. No pude despreciar el libro, que finalmente acepté. De regreso a España, le envíe a su dirección, que lamentablemente no conservo, ni recuerdo, un ejemplar de Follas Novas. Nunca sabré si lo llegó a leer. Transcurridos apenas tres meses, ojeando la prensa, me estremezco cuando leo que había aparecido ahogado en el Sena un descendiente de Gustave Flaubert, nieto, bisnieto, no podría precisarlo. El libro, que presté, por la pésima costumbre que tienen algunos de no devolverlos, debe estar en manos del que seguramente no lo leyó y al que nunca más he vuelto a ver. Pero cuando releo la fascinante novela, la emoción y la mirada triste de aquel hombre están presentes en cada una de sus hojas, a modo de biografía.

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