LA QUIEBRA DEL ESTADO DE BIENESTAR

Ronald Reagan pronunció aquellas célebres palabras, y digo pronunció, porque era intelectualmente imposible que se le hubieran ocurrido a él: 'El Estado no tiene un problema.
El Estado es el problema'. Luego ocurrió que las poderosas fuerzas del bien universal financiero lo hicieron presidente. Y pasó lo que está pasando. El pacto keynesiano se inició tras la Segunda Guerra Mundial para evitar una nueva conflagración bélica propulsada por el malestar social y para no volver a reincidir en una Gran Depresión como la originada por el crack del 29. Con sus proyectos consecuentes como el Estado de bienestar en contraposición al estado de guerra nazi, de ahí el origen del término y el desarrollismo con su percepción derivada tanto de Marx como de Schumpeter. Teoría reconciliada con la escuela neoclásica por Arthur Pigou, el padre de la Economía del bienestar, Walras, Samuelson y Hansen, entre otros.

Hubo un tiempo en que el Estado parecía garante no sólo de la protección de aquellos ciudadanos que habían trabajado de por vida y luchado por una sociedad democrática, y que además se sentían orgullosos de ser trabajadores y de votar con cierta regularidad. Las bondades intrínsecas de aquel Estado de bienestar se fueron al garete porque el voto se hizo cautivo, interesado y corrupto. Y la gente, de natural, tiende a los bajos instintos. Si a esto añadimos el que los dirigentes de antaño semejaban valerosos defensores del ideal frente a la especie de los Berlusconi de ahora, tendremos un panorama como para ir a oxigenarnos al monte Parnaso. Ahora estamos ante el Estado instrumental en su sentido más estricto. Hemos regresado a las cavernas, a la práctica del Estado antiguo, implacable con los débiles y benévolo con los poderosos. Contrario al bienestar social como derecho que proclamaban Burke y Paine. Sólo los que viven seguros piensan que los cambios deben hacerse bajo la férula de los culpables para que todo siga igual en épocas de zozobra colectiva.

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