LA REVISTA

Billie Holiday, extraño fruto (1)

Paz
photo_camera Billie Holiday, en el Café Society.

Inimaginable pensar que la voz femenina más influyente del jazz, aquella que interpretara “Strange Fruit” en 1939 como un ángel hundido en la amargura muriera con 70 centavos en su cuenta bancaria.

Inimaginable pensar que la voz femenina más influyente del jazz, aquella que interpretara “Strange Fruit” en 1939 como un ángel hundido en la amargura muriera con 70 centavos en su cuenta bancaria. La canción más celebrada de la historia narra en tres estrofas el extraño sentimiento de convivir con la poco decorosa realidad del racismo. Aquellos extraños frutos que penduraban de los árboles eran fruto de una realidad racista donde la esclavitud no quedaba tan lejos. “De los árboles del sur cuelga una fruta extraña/Sangre en las hojas, y sangre en la raíz/ Cuerpos negros balanceándose en la brisa sureña/ Extraña fruta cuelga de los álamos/ Escena pastoral del valiente sur/ Los ojos saltones y la boca retorcida/ Aroma de las magnolias, dulce y fresco/ Y el repentino olor a carne quemada/ Aquí está la fruta para que la arranquen los cuervos/ para que la lluvia la tome, para que el viento la aspire, para que el sol la pudra/ para que los árboles lo dejen caer/ Esta es una extraña y amarga cosecha”. 
Por extraño que resulte el autor de la letra no era negro sino blanco, Abel Meeropol, judío de origen ruso y comunista a quien una imagen, la visión de los linchamientos de Thomas Shipp y Abram Smith le dejaría traspuesto.

Todo aquello, en cuerpo de poema, Bitter Fruit, los publicaría con el seudónimo de Lewis Allan en la revista New York Teacher. Durante años, el poema, musicalizado, lo cantaría su mujer en las reuniones familiares y se haría muy popular en los ámbitos de izquierda. Fue en Nueva York, tras una asamblea de profesores, cuando la canción llegó a oidos de Barney Josephson, propietario del Café Society, donde actuaba cada noche una perla negra que desde sus casi dos metros de altura aplicaba un inigualable sentir emocional, una tesitura única, y un sentido del ritmo sorprendente.  
Billie Holiday, quien en su condición de negra entraba en la sala donde tocaba a golpe de montacargas, hizo de aquella melodía un emblema de sus actuaciones. Billie cerró los ojos, aguardó a que la trompeta y el piano se solaparan como dos amantes. Con su figura entrecortada por los focos se disponía al trance, dos minutos vocales de puro sentimeinto. Al rematar el público, sobrecogido, no sabía si aplaudir o llorar. Era 1939, en primavera. 

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