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El día más absurdo de René Magritte

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Su surrealismo fue un absurdo aparente, de intelectualidad que resiste, arrojando la última palabra a las manos del espectador.

Los belgas gastan fama de tontos, un tópico más, seguro. “No hay respuestas. Sólo preguntas”, decía René Magritte (Lessines, 1898; Bruselas, 1967) para defender su arte. 

En Magritte hay dos evidencias, una su apego a De Chirico, la otra, su labor como publicista. El resto, sobre todo su personalidad “especial”, era cosa suya; lo de pacato que decían los surrealistas parisinos era un mal diagnóstico. Su surrealismo fue un absurdo aparente, de intelectualidad que resiste, arrojando la última palabra a las manos del espectador. Pensamientos ilustrados para expresar aquellas ideas que le martilleaban la cabeza, Como en “Ceci n'est pas une pipe” el acertijo trivial que nos sigue entreteniendo. 

En su vida real el absurdo también se cruzó con lo siniestro, su madre apareció flotando en el río con el camisón recorriendo su cuello. Una explicación quizás a esas atmósferas descompuestas, inciertas, que acompañan su obra. 

Un día absurdo, “Ceci est un Magritte volé”, decía Le Soir en portada. Dos años después, “Los ladrones devuelven un cuadro robado de Magritte”. El episodio más absurdo de Magritte ocurriría muchos años después de muerto, en el número 135 de la calle Esseghen, en Jette, un barrio de la periferia donde Magritte y Georgette vivieron entre 1930 y 1954, cuando -año 29- la crisis y las mofas de los surrealistas parisinos hacia su esposa y él hicieron mella. La casa hoy no es el gran museo Magritte, ese es otro, también en Bruselas, pero sí alberga parte interesante de su producción pictórica. Entre ellos L'Olympia, un desnudo -como tantos- de Georgette con fondo de paisaje de costa y una caracola reposando sobre su vientre, inspirado en La Venus de Urbino, de Tiziano, y la Maja Desnuda de Goya. El museo solo recibe por invitación concertada. como cuando el 24 de septiembre de 2009 atiende una visita, todo normal. Una vez dentro, uno de los visitantes -eran dos- desenfunda una pistola y obliga a los empleados a tirarse al suelo. El ladrón avanza decidido hacia L'Olympia, el resto no les interesa. 

Con tanta profesionalidad parecía un encargo. El cuadro estuvo dos años desaparecido, hasta que los ladrones, cansados de no encontrar un comprador, contactan con un experto en arte para devolverlo, y este con la policía. Todo así, muy a lo belga, quizás esto tampoco fue un robo. 

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