CRÓNICA

Algo se tuerce en Parque Miño

La lluvia desgarró como una guadaña sus caminos de tierra y los convirtió en lodo, así que quienes visitan el recinto para respirar aire puro lo hacen con cuidado de no embarrar sus pies.

El parque Miño se presenta ante algunos de sus usuarios como un espacio semiabandonado. Eso sí, a pesar de sus carencias, la visita supone un alivio para personas como Maricarmen. "Sale caro tener una casa con jardín y mantenerla", reconoce, así que el parque público es el oasis físico y mental al que acudir cuando -en esta lucha tan larga y cansina- llega la inevitable pena "por no poder abrazar a los tuyos, a hijos y nietos". 

Las paredes hablan. "Son piezas que si no encajan en un sitio encajan en el otro como las piezas del Tetris", reza un columpio. Así, el parque infantil podría intercambiarse por tantos otros de los que abundan por la ciudad. Escasos de mantenimiento, los años les pesan por dos. En la clausurada cafetería del parque, las pintadas no respetan cartelería, puertas ni piedra. Hasta se publicitan cuentas de Instagram. 

Desde el Concello esperan reparar a corto plazo los daños que presenta este recinto y añaden que, ya a medio plazo, "la intención del alcalde es la renovación integral del área de juegos infantiles", de una manera similar a la que ya se trabaja en el parque de Portovello, donde se está instalando una zona de "juegos biosaludables".

Roger González lamenta que "antes venía muy a menudo con mi hija, pero ya no". Asegura que hace unas semanas, a pleno día, vendieron droga delante de una decena de niños. "Otras veces, está un señor -que, según defiende, acude a menudo durante las tardes- drogándose o haciendo sus necesidades", asegura. "Yo, que trabajaba de camarero, pregunté por el local, pero piden mucho por él. Tener un negocio abierto ayudaría a mejorar la zona", explica.

Marisa Iglesias lo considera un parque precioso, pero con una pega: "Se convierte en un barrizal. No sé por qué no ponen baldosas para andar tranquilamente. Te pones hasta arriba entre los charcos", critica, porque permanecen casi inmutables días después de que cayese la última gota de lluvia. Pepe Vázquez coincide en este punto. A pie de página, añade que "a veces viene gente 'indeseable' y uno siente inseguridad. Además, al igual que algunas parejas van al río a 'masajearse', este es también para ellos un sitio propicio en el que hacer cosas por la noche", revela.

Unos metros más arriba, Robinson, que se define como "un perro sin collar al que le gusta la calle", fuma su cigarro. Desde este punto divisa todo el parque como un francotirador paciente. Un rumor le hizo venir aquí esta mañana. "Me contaron que un señor con Parkinson de 70 años, que estudió matemáticas pero ya no tiene hogar, coge cosas de la basura y las esconde por este parque". Le cuesta creer la historia y quiere comprobarla, así que echa un ojo entre caladas. Robinson, de 67 años, es uruguayo y lleva más de una década en Ourense. Asegura que en su país natal están más cuidados tanto los parques como los montes. "Había un monte de eucaliptos al lado de mi casa, y todos los jueves lo limpiaban para evitar incendios". Le ofende que se hable a menudo de Latinoamérica como tercer mundo y de España como primero: "¡No me jodas!", dice y repite. "En Uruguay los parques son para los niños, aquí para los botellones", compara. 

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