El músico canadiense dejó en Ourense una impronta que se recordará durante décadas, en un concierto donde volvió a exhibir los porqués de su leyenda, sin permitirse una concesión para la galería.

Cohen ofició la misa perfecta

Y si tenía razón Frank Zappa, y escribir de música es como bailar de arquitectura? Da igual.
Tener razón es poco ante Leonard Cohen, que siempre ofrecerá algo más que música para poder narrar su genio. En Ourense volvió a ser el hombre solo sobre el escenario que son los poetas. Aunque frente a él hubiese cuatro mil almas. La soledad se verifica aun en condiciones de multitud. Él precisa apenas un metro en un escenario y la silueta de su sombrero calado hasta los ojos, que se cerraron para recitar Dance Me to End of Love, con la que abrió su recital. Nadie debería palmarla sin escuchar himnos con esta hechura triste. Porque no importa que él sea Cohen. Cuando una obra es muy hermosa, pierde a su autor. In my secrect live nos pertenece. First we take Manhattan nos atañe exclusivamente a todos, no a él.

Cohen fue el hombre acorralado por el arte de siempre, y un individuo sitiado se vuelve elocuente. Esa voz tallada con una gubia, como si fuese una piedra de hielo, esas letras perseguidas por un fantasma, le permitieron anunciar con desgarro que ha visto el futuro, y que 'el futuro es puro asesinato'. Todo, bajo la contracción extenuante de su gesto. Cuando flexiona las piernas y cubre su cara como el boxeador que guarda versos en los puños, e hinca la rodilla en el suelo, deja salir al poeta susurrante. Ocurrió con Closing Time, tema ante el que la figura agazapada fue haciéndose inmensa, como la pieza de hielo que lo ocupa todo con la estrategia de derretirse para imponerse.

Fue una gran misa ?acaso larga, porque duró más de tres horas?, desprovista de los elementos coñazo de la liturgia, depurada, pero con toda la emoción y el misterio de un culto perfecto. Estábamos en un pabellón deportivo, pero Cohen lo transformó en una catedral.

Tower of song, con la que regresaría tras el descanso, brotó desde el fondo. En realidad, desde ese lugar recitó toda la noche. Caía a los versos con los ojos cerrados, ocultos bajo el ala de su sombrero, para que todo sonase también desde la oscuridad. Y entonces, sonó Suzanne. Cómo decirlo... tal vez tuviese demasiada razón Zappa. El canadiense inundó el Paco Paz de misterio con unos músicos estratosféricos. La complicidad resultó tan íntima que no cruzaron palabra entre ellos. ¿Para qué? Habían ensayado el silencio para que bastasen las miradas y la misa resultase una ceremonia coral.

El público celebró cada verso como un regalo, se puso de pie, aplaudió, soñó, se arrebató como si estuviese aquejado de aquel mal secreto de Borges. Éste y Leopoldo Lugones tenían un oído tan malo que siempre que empezaba a sonar alguna pieza se ponían de pie por miedo a que se tratase del himno nacional. En esta medida, cada verso de Cohen funcionó como un canto inmortal ante el que había que estirar las piernas.

Una hora, dos horas, tres horas. Escuchamos Hallelujah bajo una explosión de emociones. Y luego, I´m your man. Hay versos que liberan tal energía que en un campo de batalla serían letales. Por momentos, el concierto parecía eterno. Pero como en el Gran Arte, fue inevitable que la perfección acabase.

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