Presagio de un desierto anunciado

El embalse de O Bao, en Viana do Bolo, durante el mes de agosto.
photo_camera El embalse de O Bao, en Viana do Bolo.

Por estos tórridos estíos en los que los pájaros sufren como ningún ser los calores, tanto que esas bandadas de madrugadores estorninos que tanto estrago entre los frutos hacen, ya ni por la fresca; muchos palmarán, y los mismos mirlos, sino en el atardecer aventurándose en la caza de algún insecto al que buscarán agujereando el suelo; las palomas bravías que ni siquiera cantan a la búsqueda de pareja, y la, por estos calores, pesada urraca, de ordinario huidiza, aceptará tu cercana presencia aunque te aproximes por solo escasos metros de tan amodorradas como andan. La naturaleza toda está convulsa, las mustias plantas de jardín solamente se recuperarán si de noche las regases, los cerezos ya dados los frutos estarán de casi otoñales hojas; ya ni las yerbas mostrarán el verdor sustituido por el ocre, las palmeras acosadas por el picudo escarabajo irán desapareciendo donde resisten los plátanos hispánicos, los tilos; los próximos o en los cauces de los ríos como el sauce, el aliso, el abedul, el fresno por el frescor aunque las aguas no se vean si humedad en el subsuelo retienen…

No corre el Barbaña por A Rabeda y un hilillo antes de rendirse al Miño; su afluente, el de Pontón, sin una gota en su lucida cascada de Os Muíños, con algunos charcos más abajo, y ya en a Valenzá, ni eso. Al gran Miño lo disimulan las presas y una racional explotación hidráulica en los saltos de su cauce, aunque de sus fuentes: la del Miño en el pedregal de Irimia, y la del Sil en Pena Orniz, ni una gota, solo el agua que se va estancando en los remansos, si acaso más abajo. Del Loña, menos mal que no han vaciado el embalse de Cachamuíña pero aguas arriba, lánguido y sin corrientes. Los mosquitos, en campo abonado por este calor, te asaltarán en el mismo bosque; al descubierto, bajo el tórrido sol, desaparecen. A mí me sucedió que para librarme de un enjambre libando agua con limón bajo la umbrías siempre refrescantes de unos corpulentos robles, hube de exponerme al aplastante sol para zafarme de tan indeseados inquilinos.

Nada más traspasado el norte provincial cuando por la olla ciudadana y O Ribeiro andábamos por los 40º, por aquí rozando la treintena; de camino hacia la costa cantábrica la temperatura iba menguando: por Toldavía, límite provincial con Lugo, bajaba de los 30; por Chantada, mediada la veintena; por Lugo, 24, y a medida que se pasaba por a Terra Chá los grados rondaban los 22-23, y en un puertecillo de montaña, los 17; una delicia en contraste con ese insoportable calor que aplastaba hasta el punto de que hallándome pasado el mediodía, a cielo raso, sombrero de paja mediante, por el aplastante y abafante sol hube de tomar refugio a la sombra de árbol o de pétrea casa.

Aun en la memoria aquellos estíos de postguerra donde sacábamos los colchones a la terraza y no se dormía ni con esas y si de menos años o por la adolescencia, tanto menos. Si poca la dormida, más debida a los calores que a las propias ganas de pasar la noche en vela.

El agua, ese bien tan preciado que permite la vida, no puede ser dilapidada con alegría; cada cual debe hacer un uso racional de ella, y si como ejemplar se presentaba en este diario ese can al que su dueña baña en todo el pilón de una fuente sumergiéndolo en ella en lugar de extraer una poca para refrescarlo; el efecto es contrario: una desfachatez nada ejemplarizante; equivocamos las percepciones. Se mete a un can en una fuente y aunque persona fuese: lo que se debe hacer es en todo caso abluciones, refrescarse en suma y no hacer un abuso exclusivo del líquido elemento. Ya sabemos, lo dijo Galeano, “esta humanidad deshumaniza a las personas y humaniza al can”. Y hablando de canes hizo redada de unos cuantos la Guardia Civil por las playas donde prohibición de tales cánidos con amos que perdieron los estribos por el can, capaces de agredir a los mismos agentes por su perro, o a cualquiera que los contradiga o llame la atención.

Los árboles están sedientos; tengo un naranjo, poco ha plantado, de escaso porte por su juventud, que recio resistió como pudo pasadas sequías, ahora con gran cantidad de naranjas recién brotadas, del tamaño de pelotas de ping pong, ya comienzan a menguar y hay asomos de sequía; si llegué a tiempo de evitar su muerte con unos cuantos calderos de agua no lo sé, pero ese árbol de climas mediterráneos no puede soportar tanta sequedad en este llamado clima atlántico; sintomático es esto de lo que nos espera de un cambio climático que se producirá en milenios, pero que aceleramos en siglos. El paisaje campestre de praderías ocres por la mitad sur de Galicia contrasta con la verdura de los campos en la otra mitad norte del galaico país.

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