A mesa y manteles

El vino que curó a los frailes ourensanos

En  San Clodio se percataron de que el único fraile que no se contagió fue el que custodiaba  el vino.

El vino ha sido considerado tradicionalmente como un medicamento y, desde luego, un reconstituyente excepcional. Carlos Casares dedicó un interesante texto a glosar un tratado en el que se daba cuenta: “De como en 1348, el vino de O Ribeiro sirvió para curar una negra enfermedad que se extendió como peste por los monasterios de Ourense”. Sucedió, en efecto, que, en el ecuador del siglo XIV, una extraña y devastadora peste se propagó por los monasterios de Ourense causando graves daños físicos a los monjes, como fiebre, vómitos, dolor de cabeza y melancolía (la acedía, tan temida por los frailes). La vida monástica se vio gravemente perturbada por esto. La crónica continúa mencionando (con tintes que en nuestros días consideraríamos emparentados con la estética del realismo mágico) algunos de los hechos acaecidos entonces. Señala, en efecto, que en Oseira veinte frailes habían tenido que encamarse de una sentada y ya no se levantaron en nueve meses. En San Estebo, el prior tuvo que ser asistido por un singular desmayo, durante el cual habló en arameo corrido. Singular fue el caso de Celanova, donde un fraile de nombre Fagildo quedó tan debilitado que se volvió transparente, de modo que se veían sus interiores. Al cabo, en San Clodio, un fraile muy anciano y cativo tosía con tal fuerza que despertaba siete veces cada noche al obispo de Ourense, distante cinco leguas del fiero tosedor, por lo que fue ordenada su excomunión fulminante.

Difundida la noticia de tan insólitas desgracias por toda la Cristiandad, se buscó como remedio la intervención de un físico real, quien, aunque llegó precedido de gran fama en Francia, fracasó irremisiblemente en su empeño. La inspiración provino, al cabo, del monasterio de San Clodio, donde los monjes más avezados cayeron en la cuenta de que la peste allí había hecho una excepción: la del fraile bodeguero, que era el único que había resistido aquel mal tan negro. Tras las oportunas averiguaciones, se supo que el monje terminaba la jornada regalándose en su celda con un buen trago de vino blanco de Beade, pan con cierta mesura y un compango de medio chorizo muy prestoso. No contento con esto, terminaba la fiesta sentado en la cama haciendo la cruz al trasegar la última pinga y relamiéndose los labios antes de abandonarse en los brazos de Dios. Apercibida la comunidad, comenzó por afearle su conducta pecaminosa y le fueron retiradas las llaves de la bodega. El resultado fue que a los tres días la peste le asaltó también a él con gran virulencia, barriéndole el sentido y dejándole sólo la gracia de repetir cada tres horas precisas las siguientes palabras: “No seáis necios e imitad las buenas obras, como nos pide Nuestro Señor”.

El primero en seguir su enigmático consejo fue el fraile sustituto en la custodia del vino, que se curó en dos días y se encontró presto pletórico de salud. Pronto fue imitado por su confesor, que se benefició del secreto que aquel le tuvo que confiar. Y así, de unos a otros, los demás frailes de este monasterio, emulados por sus pares en los restantes cenobios de la provincia de Ourense, conocieron el procedimiento y utilizaron el vino para remediar su quebrantada salud, quedando resuelto el grave problema en poco más de una semana. Sir John A. Cooper, concluye su tratado señalando que el éxito del remedio fue tan grande, que se incurrió en un consumo exagerado. Por ello, hubieron de ser remitidas cartas desde las casas centrales de las diferentes órdenes afectadas, con amenazas de penas canónicas, para que se pusiera fin de inmediato a una costumbre (se supone que la de hacer un uso inmoderadamente gozoso del vino) que sólo tenía justificación como medicina, pero no como fuente de placer y agasajo para el cuerpo. Ítem más, al propio tiempo se censuraban los escándalos, desvaríos y pecados graves cometidos bajo la influencia del remedio que curó una peste que dañaba los cuerpos pero que amenazaba con enfermar las almas de aquellos atribulados monjes.

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