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CRÓNICA DEL ENTROIDO
Un querido amigo siempre me dice aquello de que si hay "noches alegres, las mañanas son tristes". Tristes no, pero sí insoportables, con esos dolores agudos de cabeza que obligan a una buena dosis de paracetamol o antiinflamatorios; a un desayuno revitalizante -sé quien degustó ayer riñones al jerez y bocadillo de chorizo, a mí no me entra más que la tostada con mermelada light (no vaya a engordar)- con el que hacer frente a lo que queda de cerveza y gin tonic de la madrugada anterior; o a una ducha de agua tibia -¡en febrero!- sobre la cabeza para despejar ánimos y voluntades.
Así es para mí el despertar de un Xoves de Comadres inolvidable, al lado de las entrañables "sandys" Chus, María José y Conchi y de mis queridas primas Cristina, Mari Carmen y Beatriz -ella, verinense de vocación, en perpetua lembranza de sus orígenes hasta llevarlos a su cerveza artesana en forma de la marca registrada Chelis.94-. Comprenderám que fue Comadres un acontecimiento prodigioso que me permitió ver a las dos de la tarde del día siguiente (ayer, viernes), en pleno aperitivo, a un "mexicano" con su pareja -otro varón de pelo en pecho con tremenda minifalda y destrozadas medias de seda- que no habían logrado aún llegar a casa; y a un estudiante de Lugo en bermudas y descalzo (deportivas al hombro) que a las tres de la tarde de ayer buscaba su sitio, el que había perdido desde la nueve de la noche del día anterior.
Yo me desperté pasadas las 11 de la mañana, tras seis horas escasas de colchón porque una regresó a casa pasadas las cinco de la madrugada. Y la Praza Maior quedaba aún "petada". Ay, en mis buenos tiempos me habría quedado hasta el amanecer pero la edad me obliga a dosificar el tiempo; hasta la madrugada del miércoles queda mucho por lidiar.
Ni que decir tiene que en tiempos de Entroido el valor se mantiene hasta que el cuerpo aguante -y doy fe de que el mío se esmera-. Por eso me volqué con el pincho de gambas que ayer acompañaba al corto de cerveza (ya saben que hay que empezar suave) en el Caneda; o el de chorizo de la tierra con mencía tinto de Monterrei en la acogedora Vinoteca. Ya preparados, pues -omeprazol por delante-, me dirigí a la obligada comida del viernes de compadreo (creo que me engañaron, porque obligada realmente no era), a base de pulpo á feira y, en mi caso (se podía elegir), callos y codillo al horno. De régimen, claro. Y para digerir bien, por si la dieta fallaba, aguardiente de hierbas, porque ya me la daba mi abuela cuando, de pequeña, me dolía la barriga.
Opté esta vez por un disfraz de trámite, tirando de fondo de armario, una extraña peluca de melena negra que no recuerdo haber comprado, despeinada (al más puro estilo de una Amy Winehouse recién levantada de la cama) y adornada, para disimular el desorden, con aparatosas rosas de tela fucsia, de esas que encuentras en la sección de complementos de grandes superficies comerciales.
La peluca y unas grandes gafas de sol (esas que ocultan impecablemente las ojeras) me permitieron afrontar con solidez la tarde de la carrada, compadreo o como quieran llamarlo: al final, vino y cerdo al espeto para alimentar la energía. Y hasta que se me cierren lo ojos o me lleven a casa tirando de mi oreja (lo más probable) , porque mañana hay más Entroido en Verín. Agotador.
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