FUERON SUBVENCIONADOS
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economia
No hay que ser un “gurú” para entender que la internacionalización es una tarea obligada para todo proyecto empresarial que desee crecer pues, al menos en materia económica, “el tamaño sí importa”.
Las fronteras nacionales encorsetan el negocio: llegado un punto de maduración, ya no puede expandirse más por el propio agotamiento de su mercado. Y es ahí donde la internacionalización aporta el “espacio vital” necesario para crecer, aumentar la facturación, diversificar riesgos, ganar visibilidad, cuota de mercado…, y con todo ello -y si la gestión es la adecuada- músculo, volumen y ¡beneficios!.
Es por ello por lo que la fiscalidad -en esa faceta tantas veces olvidada que le permite actuar sobre el mercado- hace ya décadas que incentiva la internacionalización. Perdón, lo adecuado a la realidad es que “dice incentivar” ese proceso. El asunto viene de lejos: la deducción por actividad exportadora -todo un clásico ingrediente del Impuesto sobre Sociedades (IS)- fue, ya desde sus mismos orígenes, un caballo de batalla para toda empresa exportadora que se preciara de ello. La Administración tributaria (AEAT) cuestionaba una y otra vez el derecho a ese incentivo fiscal que, lejos de motivar la internacionalización (nadie lo hacía por desgravar, sino por necesidad), se limitaba a hacerla más “agradable”. La litigiosidad fue enorme, desmesurada, insoportable. Llegó a tal nivel que no eran pocas las empresas que, si se lo podían permitir, renunciaban a aplicarse la deducción…
Con la deducción en el IS del fondo de comercio por la inversión en filiales extranjeras pasó tres cuartos de lo mismo; aquí con la emoción añadida de que la UE se metió por el medio cuestionando si aquella desgravación no ocultaba una prohibida ayuda de Estado. Todo un despropósito que, si algo provocó, fue una insoportable inseguridad jurídica y, con ella, el consiguiente pánico a aplicar el incentivo. Un dislate.
De un tiempo para esta parte, el campo de batalla se ha ubicado en la exención de 60.000€/año que el IRPF reconoce para los trabajadores residentes en España que presten servicios en el extranjero para entidades allí residentes.
Se lo resumo: la AEAT (y, de su mano, la DGT) han generado tal “quilombo” en torno a esta exención que las empresas tienen auténtico pánico a considerar esos salarios como libres de retención. Así las cosas, han de ser sus empleados los que, a través de sus propios IRPFs, soliciten la devolución de relevantes importes… ¿Se imaginan la reacción de la AEAT? “Si su propia empresa le retiene, ¿no será que ella misma no se cree que su salario esté exento?”. Pretendido “argumento” que olvida que la obligación de retener es del todo autónoma de la principal y que, como tal, ésta no puede verse vinculada por aquella…
La AEAT, en los 20 años de vigencia de esta exención, ha esgrimido ya de todo para impedir su disfrute: la duración del desplazamiento, la naturaleza del trabajo realizado, su beneficiario efectivo, la determinación de su importe y la asunción de su coste, los horarios, la ubicación del pretendido centro de trabajo, la naturaleza pública del ente destinatario, etc.
Eso sí, el Tribunal Supremo en su sentencia del pasado 28/3 ha puesto “pie en pared”. Y es que aún hay jueces en Berlín (perdón, en Madrid). #ciudadaNOsúbdito
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