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Resulta obvio que en Galicia existen desequilibrios territoriales y que la dinámica de desarrollo no es uniforme a lo largo y ancho de nuestra Comunidad Autónoma. Somos un país heterogéneo y tanto el litoral como el interior, al igual que las áreas urbanas y las zonas rurales, evidencian una evolución socioeconómica dispar a todas luces divergente, por mucho que algunos estudios e informes técnicos se afanen en inferir lo contrario. Los datos demográficos son categóricos y el envejecimiento y la pérdida notable de población en buena parte de Galicia no se justifica sin más apelando a nuevos hábitos sociales o a la modernidad de los tiempos en curso. Ciertamente, existe un mar de fondo, con orígenes milenarios, que juega a favor de la concentración espacial de la actividad productiva y en contra de la dispersión económica, pero también es palpable un silencioso y cómplice “laissez faire” de influyentes sectores de la sociedad que facilita, cuando no anima, el devenir de las cosas. A fin de cuentas, la “mano invisible” de Adam Smith actúa guiada por un egoísmo individual que, en situaciones óptimas, propicia soluciones eficientes, pero a costa normalmente de una menor equidad, en el caso que nos ocupa, territorial. La ciencia económica convencional lleva tiempo postulando que una mayor productividad y un reparto justo de la riqueza son harinas de diferentes costales, por mucho que se empecinen en sostener lo contrario los defensores del anarcocapitalismo, tan en boga de un tiempo a esta parte.
No obstante, y dada nuestra particular identidad política, cultural y social, en Galicia siempre hemos sabido mantener ciertas formalidades cuando menos retóricas y, a pesar del comentado “deixa moer”, por lo general, hemos invocado unánimemente la vertebración y cohesión territorial como principios irrenunciables sobre los que articular un proyecto de país. Pero nada en esta vida es inmutable y todo apunta a que, también en este caso, la heterodoxia hace estragos y donde antes residía el asentimiento y la corresponsabilidad ahora aflora el desencuentro y la discordia. Por lo menos, eso parece trascender del pleito suscitado en torno a la redefinición de paradas y frecuencias de la Alta Velocidad ferroviaria en el sur de Galicia y del intento por parte de algunas instituciones y organismos públicos de hacer prevalecer el criterio de eficiencia por encima del principio de equidad. Una disputa un tanto insólita desde el punto y hora en que todo el andamiaje del AVE se fundamenta en la preeminencia del segundo de los argumentos reseñados, ante el convencimiento de que una mayor accesibilidad e integración ferroviaria de alta capacidad animaría el desarrollo y el reequilibrio territorial en España. De ahí que, sin ir más lejos, la inversión multimillonaria requerida por tal tecnología de transporte se haya financiado parcial y significativamente en nuestro país gracias a recursos provenientes de los instrumentos de Política de Cohesión de la Unión Europea, al tiempo que España implementaba la segunda más extensa red mundial de esta naturaleza, por detrás de la República Popular de China. Y todo este extraordinario esfuerzo siendo conscientes, desde un primer momento, de que tamaña obra implicaría un volumen de gasto difícilmente recuperable por las arcas públicas y, en consecuencia, solo justificable ante la ciudadanía si se contemplan en la cuenta final los retornos, tanto económicos como sociales, derivados de los efectos indirectos e inducidos de la inversión considerada.
Dicho lo anterior, y con independencia del debate ferroviario en curso, lo que motiva estas líneas y justifica el título de esta colaboración es el convencimiento personal de que Galicia está inmersa en un peligroso cambio de paradigma institucional en el que no solo se impone la racionalidad urbana y se abandona el mundo rural a su suerte, sino que indisimuladamente se pretende legitimar el sentido de tal proceder. Una vuelta de tuerca en la vieja contraposición dialéctica entre el campo y la ciudad que, lejos de contribuir a un mayor reconocimiento de la complementariedad e interacción entre ambos entornos, persevera en los desequilibrios territoriales vigentes y nos aboca a una mayor fractura social, amén de otras contraindicaciones. Ya sé que algunos me tildarán de catastrofista y otros de ingenuo, según opten por entender que mi discurso resulta extremadamente categórico y radical o interpreten que mis palabras destilan un utopismo exacerbado y trasnochado, impropio de un mundo tan polarizado como el actual. Tal vez ambas percepciones sean correctas, pero no impiden que tenga la plena convicción de que, hoy más que nunca, el mundo rural y su dicotómico urbano se necesitan mutuamente, y que contribuir a un mayor distanciamiento entre ambas realidades no parece la mejor opción a la hora de afrontar los retos vigentes. Resulta obvio que tanto la degradación medioambiental como el consecuente cambio climático obligan a adoptar una visión integral del territorio que, aceptando su heterogeneidad y riqueza diferencial, respete y valore la diversidad de estilos de vida, es decir, de formas de producción. Un contexto en el que apelar al criterio de eficiencia puede resultar convincente y asumible, siempre y cuando transcendamos la convencional acepción economicista del término y comprendamos que lo verdaderamente relevante es el bienestar de los ciudadanos en su globalidad y, por tanto, la eficiencia contemplada en términos sociales. Construir un país con futuro bien merece un esfuerzo en este sentido.
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