Opinión

Naufragios navegando por internet

Entretuve la mañana en navegar por Internet. Lo hice rumbo a la melancolía, ya saben, ese único reino realmente soberano en el que habitas llevado de tu voluntad, unas veces; incluso arrastrado en contra de ella, en tantas otras, de modo que puedes naufragar en el más terrible ejercicio de supervivencia que imaginarse pueda. 

En relación con este segundo caso acabo de leer un nombre que no conocía y que define la situación de modo irreversible: síndrome de renuncia, le llaman. Es un término, tan atroz como cierto, que se aplica a los niños solitarios, privados de sus familias y refugiados en países lejanos de los suyos cuando, entrados de lleno en un estado melancólico, ante el anuncio de que han de ser deportados a sus lugares de origen, se sumen en un letargo del que no sé aún si han de lograr salir en algún momento. En este caso es ella, la melancolía, la única soberana. Ella es quien reina, sometiendo la voluntad de aquel ser en el que habita al ocupar su mente y disolvérsela, licuársela, en un lento proceso que alguien, algún día, logrará descifrar y conocer de modo que pueda hacerse reversible. En esas ocasiones la melancolía es tanta y tan tamaña, tanto, que te esclaviza y te destruye. No es aconsejable. Síndrome de renuncia; quizá no debamos renunciar nunca a nada.

Me refería, pues, al comienzo de estas líneas, al primero de estos dos estados de melancolía  en el que eres tu quien reina y puedes ir y venir por tu reino haciéndolo a tu antojo, a demanda de tu voluntad, entrando y saliendo, cruzando fronteras o navegando océanos de soledad,  rozando como mucho el borde de la desesperanza pero sin adentrarte nunca en ella.

Así fue como hoy y según les decía, navegué por Internet en busca de recuerdos. La vida es una pasión inútil de la que crees ser dueño, razón por la que nunca aceptas fácilmente que ni siquiera estés realquilado en ella. Sin embargo habitas la realidad, permaneces en el mundo consentido, tan solo consentido...y sometido a voluntades que te exceden. Así,  un leve soplo de contrariedad, puede tumbarte; o una sola palabra consigue abatirte como nunca lo hubieses imaginado. Tanto es el poder de ese aliento, tanta la fuerza de una idea que, quizá en demasiadas ocasiones, la evocación de un nombre, el advenimiento de un recuerdo, la recobrada sensación del afecto sentido hacia un ser animado o incluso hacia un objeto cualquiera de los muchos que hayan ido jalonando tu existencia, se concentra en una idea que deviene en intrusiva y te ocupa durante más tiempo del debido, a veces durante horas, en ocasiones durante demasiados días.

Es en estos casos cuando bordeas la desesperanza y debes regresar de inmediato al control de tus sentimientos porque, si no, esa idea que se volvió intrusiva se concentra y resume de tal modo que intensifica los significantes y o bien se convierte en poesía o bien deviene en un arma de destrucción que ay de ti como te dé afecte de lleno y te ocupe el alma.

Les decía que entretuve la mañana ocupándome en navegar por Internet. La madrugada me había sorprendido con esos sueños en los que se recupera la presencia de algunos de los seres que ya se fueron y cuya ausencia todavía nos lastima, cuando llega de la mano del recuerdo con independencia no solo de que haya sido su condición la de amigos o la de familiares sino incluso con olvido de la bueno o de lo malo que tal relación te haya deparado.

Me levanté y encendí el ordenador para teclear de inmediato y uno por uno, los nombres de aquellos amigos que se fueron sin haber abandonado la condición de tales; después, los de aquellos otros que lo hicieron sin que tu, ahora, puedas saber ya nunca por qué y cómo te despojaron de su afecto o incluso te cargaron con el pesado fardo de su enemistad más encontrada. Que nadie se asuste ni preocupe en demasía. Si estas cosas son posibles, peor aún, si son incluso habituales entre hermanos también lo son entre amigos si es que estos son, como yo pienso, los hermanos que tú eliges sin que sea la sangre la que determine el vínculo. El caso es que ocupé la mañana en tal y procelosa navegación. Ahora sé que he sobrevivido a ella, pese a que algún naufragio sí haya habido.

He sobrevivido a ellos, a los dos naufragios afectivos de esta madrugada; los dos de amigos a los que quise entrañable y fraternalmente. A uno, ya fallecido, célebre por su gran inteligencia y por su astucia esquiva,  tímido fumador de puros, como lo describió Luis Ventoso en un obituario, lo he recuperado releyendo ese texto al que aludo y constituye algo más que un lamento y un retrato. A otro, todavía y felizmente vivo, he vuelto a encontrarlo en solitarios videos perdidos en la red. Está igual que siempre, con el pelo tan cano como antes, como cuando era joven y se decía mi amigo.

Ahora le cuento a ustedes todo lo que queda dicho porque sé que estas cosas a todos nos suceden, que la melancolía va y viene y que, como decía el primero de los dos amigos recordados, nunca pasa nada y, si pasa, no importa tampoco nada en absoluto. Las cosas que pasan solo tienen importancia si es que nosotros se la damos. El resto es adentrarse en la melancolía; un peligro, como saben.

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