Opinión

Viaje al fondo de la niebla

Orense, entonces, era pequeño y distante. No es que Pontevedra fuese muy grande, que tampoco lo era, sino diminuto y cerrado en chubascos, pero tenía el mar y el horizonte amplio y las nubes pasaban más aprisa levadas por un viento atlántico, el mareiro, que al llegar a Orense, después de peinar los árboles de montañas tantas, se demoraba en los valles y se vestía con nieblas.

En Orense las nieblas se estancaban, reblandeciendo el eco de todos los sonidos que poblaban la noche. Así, los pasos de los noctámbulos eran amortiguados de forma que, ni las palmadas que convocaban a los serenos, pudiesen resonar en las calles del Progreso, o del Paseo, no sé en otras, con la sequedad del látigo, ese chasquido que rasga el silencio y lo divide; de un lado, el paso cansino del sereno, el repiqueteo de sus llaves, el golpe seco de su chuzo; de otro, la palmada alegre del señorito, la convocatoria urgente del galeno o la desganada convocatoria del viajante que llegaba tarde a la pensión en la que alojar cuerpo y sentimientos. Podía ser tanta la niebla que ni el sonido de las campanas llamando a la misa de alba llegaba a molestar.

Llegar a Orense, desde Pontevedra, podía ocupar entonces siete horas a quienes se desplazasen de una a otra en el viejo Auto Industrial, antes Perille. A las paradas de Soutelo de Montes y Carballiño, había que añadirles no sólo las de San Xurxo de Sacos o Cerdedo, las de A Almuzara –dueña de un pazo que no lo es y de un topónimo árabe, único en Galicia, que indica que allí hubo olivos- o las de Barbantes o Untes, sino las de cada lugar del recorrido al que las pulpeiras acudiesen para recoger los sacos repletos de pulpos de la ría. Sacos húmedos y temblorosos, con un olor a algas y salitre, que procurabas retener en tu olfato mientras te fuese posible.

En un día cualquiera de uno de los últimos meses de su vida, mi padre tuvo la ocurrencia de acompañar a Don José Taboada, a bordo de un pequeño SEAT 600, papel en mano, haciendo un palote a cada curva que tomaban. Al final del recorrido se sentaron en la terraza del Hotel Miño, enfrente mismo de la de “El Cortijo”, el de los helados portentosos y las tapas de ancas de rana de la Lagoa de Antela, y contaron los palotes. Setecientas treinta y seis curvas había en aquella carretera de cien kilóletros; las peores, entre Cerdedo y Pontevedra, una montaña rusa para quien viajase en el viejo autobús del Auto Industrial, antes Perille.

Al llegar a Ourense el autobús te dejaba en la esquina de la calle de El Progreso con la de Erbedelo, en la estación del automóvil de línea, enfrente de la droguería Mazaira en la que comprábamos palos de regaliz para mordisquearlos, durante horas, convencidos de que aquel sabor era exquisito. Ocasiones hubo en las que, habiendo salido a las tres de la tarde de Pontevedra, llegué a casa de mi abuela a las once de la noche. Entonces se comía mucho pulpo.

Cogía la maleta, la misma que había trasladado desde la casa de mis padres, hasta la parada pontevedresa del autobús de línea y me iba andando hasta casa de mi abuela. Pasaba por delante de las Adoratrices -que según noticias recogían chicas que se decían descarriadas- y al llegar al portal que estaba justo enfrente de las escaleras que descendían desde la Alameda del Crucero, no fue la primera vez que el sereno respondió a mis tímidas palmadas de niño de diez años. No había azafatas que te entregasen en mano. Al día siguiente me iba para el internado.

Estaba en lo alto de la ciudad, en el Campo de las Mercedes, enfrente de la casa de Manolo Prego, el pintor con el que siempre se quería comparar el Padre Silva creyéndose superior a él con los pinceles. En la esquina había un taller de bicicletas en el que las alquilábamos al llegar la primavera. Y cerca, muy cerca, en la misma plaza estaba el parque de bomberos.

Cuando entré en él, en el internado, se llamaba Colegio Menor Calvo Sotelo del Frente de Juventudes; después, cuando el frente de juventudes derivó en organización juvenil no se reclamó de la OJE, fue el Calvo Sotelo tan solo. Mientras no se produjo el cambio, nos llevaron a la explanada de la que habría de ser la Estación de San Francisco, todos los sábados, para hacer instrucción premilitar, antes de dejarnos libres por las calles para que, al cruzarnos los alumnos unos con otros, nos saludásemos brazo en alto.

Todas las mañanas del invierno, las de niebla también, después de oír misa a las siete en punto, cantábamos el cara al sol en el patio de banderas mientras estas eran izadas por “los mandos”. Una vez el capellán, al terminar el canto, dio una voz y dijo: “El camarada Conde que de un paso al frente”. Lo dí. Entonces él dio los que consideró precisos y dijo: “El camarada Conde no cantó el Cara al Sol”. Yo era un niño tímido de apenas diez años y no lo había cantado porque, por un lado, canto como un carro y, por otro, ya estaba avisado por mi padre y no era un gran admirador de himnos ni banderas. Acto seguido el capellán me dio una bofetada que me devolvió a mi sitio en la formación apenas abandonada.

Pasados los años y cubiertas las distancias necesarias se lo conté al llorado Feliciano Fidalgo y lo reprodujo en una entrevista que me había hecho para el dominical de El País. A la familia de mi madre no le gustó mucho. Pero era cierto. Lo es.

Entonces eran días de niebla, cerrados, en los que los ecos de las palmadas e incluso los de algunas bofetadas no resonaban con la fuerza que debieran. Pero eran así y así fueron vividos. Menos mal que, después de la instrucción premilitar, llegaba la hora de andar libres por la calle del Paseo. Aquello era otra cosa. En ocasiones incluso nos íbamos a pasear por la de Santo Domingo, gozosos de poder compartir paraguas con alguna niña de sonrisa tímida.

Una vez nos escondimos, ella y yo, en un portal para que no nos viese Don Camilo, que no era sochantre pero si beneficiado de la catedral, dueño de una hermosa voz de tenor y profesor de religión en el Instituto del Posío. Me lo recordó ella el otro día, en medio de la calle del Paseo, sin darse cuenta de que esa memoria no se va nunca con ninguna niebla o, si se va, el tenue aliento de una voz suave la recobra, empujada que regresa por una brisa fresca que nació en el mar, allá en la lejanía del recuerdo.

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