Opinión

Fracaso en el éxito

Las creencias personales son la base de la relación del ser humano con sus semejantes. A lo largo de los años nuestro cerebro va incorporando conocimientos, datos y hábitos que configuran el edificio de lo que somos. Se hace en un contexto previamente configurado en la infancia por otros humanos, normalmente lo que llamamos familia, que determinan el comportamiento del futuro adulto. A tales extremos los primeros años son importantes, que la filósofa y escritora inglesa Mary Wollstonecraft (precursora del feminismo moderno) afirmaba ya en el siglo XVIII: “Una gran proporción de la miseria que vaga, en formas repugnantes, alrededor del mundo, se debe a una educación negligente por parte de los padres”. Eran estos los transmisores de la esencia de la moral y de los principios culturales heredados por sus antepasados a lo largo de los siglos. Pero en la segunda mitad del siglo XX han irrumpido nuevas variables que han modificado, en un corto período de tiempo, el proceso de aprendizaje: las nuevas tecnologías, el Estado social, la aspiración identitaria en un mundo globalizado y la competitividad capitalista hacía el éxito, como principal objetivo. A esto hay que añadir la pérdida de influencia de la religión, el retroceso de las ideologías nacidas en el siglo XIX y la reestructuración de la familia tradicional.

La hegemonía de un capitalismo seductor y amoral condiciona la relación entre pueblos y personas; relegando a un segundo nivel la capacidad de tomar decisiones. En la actualidad, la soberanía, personal o colectiva, se está convirtiendo en una entelequia. Paralelamente el ser humano ha alcanzado cotas de libertad como nunca se había imaginado; un acceso a la información instantánea y sin limitaciones; a una comunicación sin límites ni condicionantes; todo ello en un mundo empequeñecido gracias al transporte moderno. Contradicción que puede conducir al aniquilamiento de la persona. Educados para producir, para ganar, para competir, para aspirar permanentemente al éxito, aunque para ello tengamos que destruir la palabra, la imaginación, la creatividad y transgredir la libertad. Las consecuencias de este único y último objetivo, el éxito a través de la competitividad, son difíciles de calibrar; el miedo, la inseguridad, el desamparo y la dependencia; en todo caso debilitan al ser humano ante la adversidad o el fracaso.

La competitividad como medio se ha convertido en la cadena que esclaviza al mundo moderno, que unida al consumo nos transforma en seres robotizados dirigidos por estructuras sin alma, sin ética y sin empatía. Somos en esencia elementos productivos y números, nuestros sentimientos tienen un precio en el mercado y se manipulan para que respondamos gregariamente a estímulos predeterminados.

El Estado se ha convertido en refugio de una élite político-económica que controla y organiza los recursos que se generan en el país. Mientras, se ha renunciado a la condición emanada de los paradigmas de la revolución francesa de 1789, que son la base de los estados modernos. Para ello se adecuan los sistemas educativos vaciándolos de formación humanística, se fomenta la clasificación selectiva, se abandona la inclusión y se margina el esfuerzo. Paralelamente se idealizan los resultados como único camino para alcanzar la felicidad.

Se está construyendo una sociedad de buenos y malos; de triunfadores y fracasados, de listos y torpes, de guapos y feos, de enfermos y sanos, en definitiva de ricos y pobres. Y si para ello hay que desvirtuar el sistema democrático, se instrumentaliza con la fuerza de los votos.

Sin embargo es imposible controlar todas las variables que se producen en una evolución tan rápida donde la causalidad hace fracasar cualquier diseño por perfecto que este parezca. La frustración de las masas, la indignación de los marginados, una epidemia mortífera e incontrolable, un renacer ético, la angustia del hambre, el deseo de libertad de pensamiento y la busca de un bienestar inalcanzable. Todas o cada una de estas variables pueden abrir el camino al “hombre nuevo”.

Sin duda Mary Wollstonecraft analizó con acierto la sociedad de su tiempo, hoy habría que resaltar que la educación para la competitividad no hace al hombre más feliz y lo conduce al abismo del fracaso, incluso cuando se cree haber alcanzado el éxito.

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