Opinión

Que miras, mamón

Soy un puto gasolinas: a los 11 años sabía conducir el 600 de mis padres. A los 17 les robaba el R-8 para ir a las verbenas. A los 18 me eché una novia que tenía un Seat 124. A los 19 compré mi primer coche, un Hillman Arrow. Tuve un Camaro del 73, un Ford Torino (el coche de Starsky y Hutch), un Mustang Fastback. Compré, de vuelta a España, mi tercer Mercedes en “Garza Automoción”. Mi primer Porsche en “Beny Fernández”. He bajado al Sahara varias veces en 4x4. Tengo un Ferrari. Soy piloto profesional: he volado aviones de pistón, de turbina y reactores. He volado también todo tipo de helicópteros. Tengo una moto de 2.300 cc… Y ya que va de ser, y de tener, y para que nadie me envidie, también he tenido –me intervinieron por tercera vez hace quince días, por eso me obligo a hablar en pasado- un cáncer con metástasis.

A veces me entra un acojone de tres pares. Ayer iba rumbo güisqui por la Gran Vía de Vigo -ah, se me olvidaba, en ciudad me desplazo casi siempre en un Smart- y me entró por el retrovisor un León frenético. Me infunden cierta lástima (sus conductores, digo). Me veo a mí mismo hace años. Siento aún vergüenza propia; tanta, que siempre intento disculparlos: tal vez tenga un jefe histérico, o una novia exigente. O viceversa. Tal vez un apretón de tripa. Tal vez sea un patán como era yo: una desgracia como otra cualquiera. El caso es que, por lo que fuere, aquel conductor venía emputecido. Primero me hostigó por detrás. Luego se cruzó al carril de la izquierda. Luego al de la derecha. Luego lo perdí de vista. En seguida lo intuí por un costado: a mis cuatro. Oí el frenazo: a poco se estampa contra un taxi. El bocinazo duró lo que tardó en bajar el pasajero. Joder, me dije, éste no viene purgado, éste viene que se caga por la pata. El semáforo se puso en rojo.

Ahí estaba yo con mis 52 grapas de sutura, mi estremecedora palidez y mi palpitante fortwo: run, run, run… cuando el “death driver” se emparejó a mi vera. Tuve la sensación de estar aguardando la luz verde para enzarzarnos en una carrera ilegal por la ciudad. No he vuelto a participar en ninguna desde los años setenta. Lo miré: simple curiosidad. A mí, cuando alguien lo hacía me obligaba a bajar siempre la cabeza… No os lo vais a creer: ¡era una génera!

Me dijo algo. Pero doce mil horas colgado de un ruido, han dejado mis tímpanos con la agudeza de las tapias. Bajé la ventanilla. Tal vez quería preguntarme por la maternidad, o por la playa de Samil, o por el coño de la Bernarda, qué sé yo. Debo admitir que estaba alucinando. En cualquier caso ella tenía la zarpa preparada. “¡Qué miras, mamón!”, me espetó. Yo me quedé observándola, con asco, como quien descubre un gusano (peludo) en una fruta: “¡Y aún por arriba eres fea de cojones!” Sí, lo era. Y se lo dije, claro.

“¡Y tú viejo!”, chilló. “Viejo sí, pero ponte a cuatro patas”. Era un farol. Aun así iba a marcármelo cuando, aún en rojo, ella arrancó picando caucho: “¡Hijo puta!”, volvió a chillar en la distancia. Yo me quedé dándole vueltas al asunto: “Bollera, camionera, desviada, leñadora. Feminazi”… Así se presentan a sí mismas las mujeres. Bueno, mujeres. Mujeres porque mean agachadas. O la moda que viene, en féminas, es pura pérdida, o es que yo soy un puto carcamal. O ambas son ciertas.

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