Opinión

Mu en el internado

Desde la ventana de la sala de estudio columbraba aquel pueblo minúsculo. Como extrañaba tanto, el humo de las chimeneas le producía un no sé qué, que al fin y al cabo no era otra cosa que una pesadumbre de ternura. Era capaz de imaginar aquellas cocinas antiguas. Suponía que una mujer habría cargado de leña seca el hueco. Habría manejado el hierro atizador. En fin, habría puesto en marcha aquel fogón que calentaría toda la estancia. Entonces imaginaba, con facilidad, que el fuego amarillo y gritón haría estallar la leña si era de castaño. Suponía también que aquel humo, antes de subirse por la chimenea para escaparse como una bruja montada en su escoba, se habría colado por cualquier rendija e iría tomando posesión de la mesa, de las cuatro sillas, del chinero, de la banqueta.

Su imaginación le ayudaba muchísimo a soportar aquellas clases de Matemáticas, de Lengua, de Ciencias Naturales… de Latín. Bueno, el latín no le gustaba nada con sus genitivos, sus dativos y las explicaciones de aquel profesor melindroso que tenía una voz atiplada y espachurrada, como de almendras garrapiñadas. Nadie se enteraba de aquellas traducciones de las Catilinarias. Él tampoco. A no ser desde que encontró por un casual en la biblioteca un florilegio con todas las traducciones a su propia lengua. No se lo dijo a nadie. Los profesores estaban maravillados, y él se reía para adentro, de lo bien que se le daba aquella lengua muerta.

Como a él el deporte no le importaba una higa, aprovechaba aquellos distendidos ratos de los paseos vespertinos de los jueves para endilgarse libros de historias, de Historia Sagrada, de descubrimientos o de Geografía. Lo pasaba genial pues al acostarse pensaba en aquellas cosas y así, poco a poco, iba sorteando aquella necesidad de los mimos maternos. Es más, cuando leía vivía una situación anímica curiosa: era capaz de hacer presente aquellos espacios en los que habrían ocurrido las cosas. Por ejemplo, si las legiones romanas, supongamos, se adentraban en un bosque, él creía percibir su avanzar rústico a través de heliotropos o madreselvas.

De esta guisa, goles no metía ninguno, pero fue adquiriendo una cierta sabiduría que le era útil a la hora de entenderse a sí mismo, pero peligrosa a la hora de sus relaciones con los otros chicos. Le mantenían cierto respeto, ese que produce la sabiduría, pero también bastante inquina, aquella que produce el ser un coco de clase. Los profesores tampoco lo veían con tan buenos ojos porque en muchas ocasiones percibían que no estaban a su altura de datos, reseñas o detalles.

Un día, como otro cualquiera, el profesor se estaba incluso entusiasmando al oírlo explicarse sobre aquel tema tan complejo. Él notó que había más expectación sobre él de lo que desearía y para equilibrar contestó a aquella cuestión del maestro con una bobada. El profesor le mostró, al fin, su hostilidad, y con la solemnidad de un petulante generó en alta voz este pensamiento:

-Usted, amigo mío, es como una vaca lechera. Da toda la leche del mundo, pero, al final, le da una patada al caldero y tira todo por el suelo.

Se rieron con ganas aquellos malandrines. Desde entonces todos, o casi todos, procuraban amargarlo diciéndole furtivamente: vaca lechera… vaca… mu…mu.

Ahora, ha vuelto a verlos casualmente, y sigue notando en aquellos mequetrefes aquel pelo de la dehesa, híspido y espeluznado. Mientras, el viento huracanado, muge como una vaca al frotar su espalda contra el caserón del viejo internado.

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