Opinión

Linchamiento

Que un hombre de treinta y siete años muera en una calle de Málaga, lapidado por haber intentado robar en unos juegos recreativos, es una muestra de barbarie impropia de un país democrático en el siglo XXI. Cuando la policía llegó al lugar de los hechos se encontró un cadáver con la cara destrozada, rodeado de piedras y adoquines. Los ‘valientes’ que habían decidido tomarse la justicia por su mano habían desaparecido tras la orgía de sangre. Todo muy edificante.


Para llegar a una salvajada semejante tiene que crearse previamente un clima de falta de respeto a las instituciones del Estado al que todos estamos contribuyendo. Los mensajes reiterados sobre la ineficacia policial, multiplicados por mil en estos días ante el triste caso de la joven Marta del Castillo, en el que se ha llegado a pedir que se saque a golpes a los presuntos asesinos el dato de dónde arrojaron el cadáver, calienta a la muchedumbre que se convierte en verdugo con pasmosa facilidad.


Tiene razón el presidente de la Junta de Andalucía, cuando dice que los padres de la joven prodigan una excesiva sobreactuación en los medios. Entendiendo su dolor y desde la más absoluta solidaridad, conviene recordar que su sufrimiento no les legitima a exigir un cambio en la legislación. Mucho menos a pretender que la policía obtenga la verdad que necesitan a base de tortura.


El seguimiento exhaustivo en las televisiones de cada pequeña novedad de este caso; los paseos televisados de los presuntos asesinos de la cárcel al juzgado, y el hecho de que el cadáver no aparezca, han creado un peligrosísimo clima de indignación social, que ya ha llevado a un grupo de descerebrados y exaltados a suplantar a la policía, al juez, e incluso al verdugo, en un Estado donde, conviene recordarlo, no existe la pena de muerte.


Las miles de firmas pidiendo que se reinstaure la cadena perpetua, que no contempla la Constitución, es otra muestra del enrarecimiento del clima social al que desgraciadamente contribuyen las declaraciones de unos atribulados padres y abuelos. Pero también participan de la culpa los dirigentes políticos que los reciben, por su tirón mediático y siempre a la búsqueda del voto. Con sus encuentros, supuestamente para dar consuelo, se trasmite también la idea de que la solución pasa por un endurecimiento de las penas para los delincuentes de cualquier ralea. Así se vuelve a la Edad Media antes de lo que se cree.



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