Bacardí y la Cuba barroca

CRÍTICA LITERARIA

Juan Antonio Giner ha publicado “Los Bosch: Pepín Bosch Lamarque (1898-1994), el cubano que salvó Bacardí”. El libro es la continuación de su anterior entrega sobre José Bosch Vicens, y en ambos rescata la historia injustamente olvidada de esta familia de empresarios.

Portada del libro publicado por Juan Antonio Giner, a la derecha en el Foro La Región.
Portada del libro publicado por Juan Antonio Giner, a la derecha en el Foro La Región.

Según un adagio atribuido a Paul Valéry, lo sencillo es mentira y lo complejo, imposible de expresar. Hay que vérselas -que diría Antonio Escohotado- con el infinito pormenor de la realidad. Paradójicamente, creo que esto excluye la mirada unívoca de la hiperespecialización y exige un esfuerzo de erudición que Juan Antonio Giner demuestra con creces.

Quien decida adentrarse en este relato no se encontrará con una mera biografía de Pepín Bosch Lamarque; lo hará con una parte crucial de la historia de Cuba, con el minucioso escrutinio de registros públicos y privados de su sociedad, de su economía, de sus caracteres psicológicos, de su arte -el modernismo, el art decó. Y, sin embargo, uno tiene la sensación de que su autor no ha abandonado ni ha querido abandonar el periodismo.

Pareciera que Giner hubiera abierto la frontera entre las disciplinas en un tráfico de doble dirección, no para restituir una suerte de unidad originaria de las humanidades -como el dios de Mainländer, como la lengua de Bavel, esta unidad se ha visto irremediablemente fragmentada-, sino para evitar agotar lo singular sin vincularlo con lo universal, y viceversa. El periodismo puede ser el punto de partida de esta cadena en espiral del conocimiento en las ciencias humanas cuyos grados crecientes de abstracción pasen a los pliegues de la historia, la sociología y, finalmente, la filosofía.

El Barroco, denigrado por la historiografía como sucede con la Edad Media, nos permite pensar nuestra época en términos que no están presos del fetichismo respecto a la antigüedad europea, como el Renacimiento, ni del maniqueísmo de la Ilustración

Ciertamente, todo es susceptible de suscitar reflexiones, aunque sean aventuradas. Las grandes ideas tienen a menudo un comienzo irrisorio. Esta es una: el libro de Giner es un relato humanista, aunque solo sea por haber enriquecido con ilustraciones y fotografías las páginas de su trabajo como Campanella soñó en los muros de su Ciudad del Sol. Y es también -he aquí un punto crucial- un relato barroco, algo que su anterior libro ya sugería.

¿En qué sentido? Debo esta reflexión a Ernesto Castro: Tomemos como punto de partida el siglo XVII -siglo de mestizaje- y no el XVI -el siglo de las conquistas-, evitemos por un momento términos como los de ilustración y modernidad, y hallaremos la respuesta. Barroco es un término portugués que en origen designa las perlas en bruto, sin pulir, imperfectas, que presentan la belleza de lo fragmentario. La gran revolución científica del siglo XVII -la de Kepler, la de Galileo- es barroca. Es una revolución que atenta contra el ideal de la perfección, el ideal de la pureza, el ideal geométrico de un mundo que debe adecuarse a nuestro lenguaje. Y, ¿no sucede lo mismo con el abandono del método y la domesticación del azar de las ciencias contemporáneas? Nadie ha formulado la posibilidad de un universo sin leyes como David Hume, ni ha abierto la perspectiva de un ente absolutamente contradictorio como Quentin Meillassoux.

El Barroco, denigrado por la historiografía como sucede con la Edad Media, nos permite pensar nuestra época en términos que no están presos del fetichismo respecto a la antigüedad europea, como el Renacimiento, ni del maniqueísmo de la Ilustración, que combatiendo el mito es en sí misma un mito del combate entre la luz y la oscuridad -así lo juzgan Adorno y Horkheimer (1944).

En el claroscuro barroco la sombra no es enemiga de la luz, sino su complemento. ¿Por qué no dar los pasos que Fredric Jameson diera con el posmodernismo y pasar de la cualidad estética -la sensibilidad artística- al plano más general de la lógica cultural? Wölfflin, D’ors, Carpentier, Sarduy, Lezama Lima, Maravall, Capresse, Deleuze; todos ellos nos ofrecen fundamentos.

Lo barroco apela a la fuerza del ingenio, a la incertidumbre, lo experimental, a la melancolía, al interés propio, al "yo" desengañado, desdoblado, policéntrico, a la floración múltiple del "yo", a la energía alucinadora y el estado alterado de conciencia al que induce -por qué no- el ron. Apela también a lo pintoresco, lo profundo, lo abierto, a las fuerzas opuestas en un equilibrio inestable, a lo contradictorio, al élan vital de lo antitético, a la crisis, a la no anulación de los contrarios, al plegarse y desplegarse de los fenómenos. En definitiva, una visión mucho más dialéctica, menos maniquea, menos teleológica, que la que ofrecen las teorías sobre la Modernidad colonial o la Ilustración.

Portada del libro publicado por Juan Antonio Giner.
Portada del libro publicado por Juan Antonio Giner.

Este es un relato polifónico con múltiples protagonistas. Giner, como hiciera Silvestre de Balboa en su "Espejo de paciencia" (1608), nos habla de un carnaval que no era el de “la negritud sino del crisol de razas y culturas que confluyeron en Cuba: africanos, chinos, españoles, dominicanos, jamaicanos, haitianos o franceses…”.

Pero el caso es que en la dificultad de presentar a un héroe millonario también nos encontramos con un caso particular y sugestivo del desarrollo de la subjetividad contemporánea.

Giner imagina a un José Bosch Vicens partiendo de Barcelona a Cuba en 1868 con un breve opúsculo de Benjamin Franklin bajo el brazo. Un manual de ética prostestante para el buen espíritu capitalista. Y sabemos que Pepín, también autodidacta, no se apartaba de su ejemplar de "Una carta a García" (1898), de Elbert Hubbard. Pero en un escenario que tiene como telón de fondo la tecnificación y la eficacia -el desencantamiento del mundo-, Pepín parece querer decirnos: “También aquí hay dioses”.

Si Charles Taylor está en lo cierto la concepción del “yo” está influida por nuestra concepción del bien antes incluso que por la facultad de la memoria. Benjamin Franklin defiende en su Autobiografía (1791) que el fin al que conducen las virtudes es la felicidad, pero entendida como cualidad útil para el éxito, la prosperidad. No dudo de que José Bosch Vicens y su hijo Pepín comparten esta concepción, aunque sea de manera implícita y soterrada. Pero ambos ofrecen constantes muestras de amistad no como el estado emocional de los modernos, sino como la relación política y social que constituía en la ética de clásica. Una virtud pública.

Un gesto callado, mínimo, sin énfasis, hace a José Bosch Vicens construir, por ejemplo, un sanatorio. El hijo, Pepín Bosch Lamarque, se volverá un ruidoso torbellino de energía dispuesta a catapultar al ron de Bacardí sin perder la mínima ocasión de mostrar su solidaridad, a la par que frena la corrupción y dota al Ministerio de Hacienda de Cuba de una dignidad desconocida hasta entonces.

Conocemos las implicaciones crueles y siniestras que esconde cualquier doctrina que, hipostasiando aspectos de la realidad, incite al sacrificio de los individuos en el altar de una vaga abstracción

Quien quiera adentrarse en el relato de Pepín Bosch Lamarque haría bien en adquirir el primer libro dedicado a esta saga familiar. Y no porque sea necesario para poder comprender su mundo, sino porque la vida del padre sienta en gran medida las bases de la vida del hijo y, como si del reverso de una moneda se tratase, los caracteres tan complejos y antitéticos de padre e hijo se complementan de una manera que su autor ha esclarecido de una forma tan bella como honesta.

Esta es también -de manera mucho más evidente- una historia económica de Cuba que había sido en gran parte olvidada, si no tergiversada o demonizada. Libros tan serios y completos como la Historia de Cuba (2009), coordinado por Consuelo Naranjo, se centran en industrias como el tabaco y, muy señaladamente, el azúcar, mostrando lagunas respecto al ron y a Bacardí.

E incluso el prodigioso trabajo de Naranjo confiere autoridad y prestigio a Julio le Riverend, en cuya Historia económica de Cuba (1965) leemos alabanzas a la “extraordinaria visión de los problemas” del Che en su gestión económica, o la necesidad de una revolución a todos los niveles contra la dictadura de Batista que “adoptó en cada momento las decisiones correctas”. Y entonces el asombro vacila entre lo arbitrario del método y lo fantasioso de los resultados.

Le Riverend, cuya ortodoxia marxista haría palidecer al propio Marx -recordemos su “je ne suis pas marxiste”-, parece incluso gozar de presciencia, y hace afirmaciones tajantes sobre el brillante futuro de la economía Cubana.

Conocemos las implicaciones crueles y siniestras que esconde cualquier doctrina que, hipostasiando aspectos de la realidad, incite al sacrificio de los individuos en el altar de una vaga abstracción. Diversos intelectuales del siglo XX socavaron la ciega esperanza en los regímenes totalitarios -por ejemplo, Solzhenitsyn con la URSS, y Leys con República Popular de China- o evidenciaron la cárcel lingüística de un léxico atrofiado que limitaba las capacidades para enunciar la realidad -véase Sontag en Vietnam.

Tanto Antonio Santamaría García (2009) como autores socialistas -Juan de Verena Martínez Alier (1972)- coinciden en que el capital norteamericano fue esencial para el desarrollo económico de Cuba antes de 1959 y señalan especialmente el problema de la presión arancelaria de EEUU como factor que más afectó a la economía insular.

Si bien las condiciones socioeconómicas de Cuba estaban lejos de lo que podemos considerar hoy como digno, el transporte, la educación o la medicina de principios de la década de los 50 presentaban una situación mejor que en la mayoría de los países latinoamericanos; así como un ajuste y evolución de la economía tras la crisis de 1930 similar al resto de América.

Giner, en el Foro La Región.
Giner, en el Foro La Región.

Todo esto nos incita a reconocer que el modelo liberal de Enrique Schueg, quien precedió a Pepín al frente de Bacardí, se encontraba en lo cierto, como luego su sucesor, en defender el aperturismo económico de la isla.

Otro punto interesante es el conflicto entre los intereses revolucionarios y los indigenistas, que Martínez Alier atribuye a procedimientos de juristas liberales, pero que podemos rastrear en contradicción con el marxismo en los textos sobre el orientalismo de Edward Said o en la "Trilogía de sus fatigas" (1974) de John Berger. Estos conflictos, en definitiva, han sido ampliamente redescubiertos en las últimas décadas desde el origen en autores como Dussel, Mignolo o Aníbal Quijano, cuyo concepto de la colonialidad del saber, poder y ser ha servido de acicate en teóricas y activistas como María Lugones, Ochy Curiel y Yuderkys Espinosa Miñoso.

Pero creo que la lógica barroca que el libro de Giner sugiere permite explorar un cuadro más interesante de nuestro presente y de nuestro pasado. Un cuadro de conflicto y reconciliación, donde la vida es sueño y ebriedad. ¿Por qué no hablar, además de la Posmodernidad o la Metamodernidad, del Metabarroco? Son caminos por explorar.

Giner sueña con poder presentar sus libros, “un día no lejano, en los hermosos salones del Palacio Bosch (Vista Alegre) de Santiago”

El Palacio Bosch sirvió durante el castrismo como centro de detención y tortura llamado “El Castillito”. En un fragmento del testimonio recogido por Giner de Joâo S., encerrado y torturado allí, leemos hablar en dos ocasiones de las “nostálgicas y barrocas farolas apuntando desafiantes a la cabeza de aquellos soldados que desafinan en el sitio en aquellos mugrientos trajes verde olivo parados como estacas con los fusiles al hombro y sus ansiosas miradas amenazadoras retando al sol y al calor del mediodía que se cierne sobre ellos como una maldición”.

Giner sueña con poder presentar sus libros, “un día no lejano, en los hermosos salones del Palacio Bosch (Vista Alegre) de Santiago”. Y yo veo en el testimonio de Joâo S., preso en ese mismo palacio, una promesa. La que hizo a Cristobal Colón escribir al encontrar Cuba que “nunca tan hermosa cosa vio, lleno de árboles, todo cercado el río, hermosos y verdes y diversos de los nuestros, con flores y con su fruto, cada uno de su manera”.

La promesa que encontramos en el diario del Almirante -transcrito por Fray Bartolomé de las Casas- cuando, desvanecida toda esperanza, sin divisar tierra en su travesía hacia las Indias en aquel mortecino 9 de octubre de 1492, escribe: “Toda la noche oyeron pasar pájaros”.

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