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La víctima de los Madriles: “Me han matado en vida"

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photo_camera La abogada que ejerció la acusación particular, Ruth González, junto a la denunciante (de espaldas).
La joven que denunció al clan Madriles por detención ilegal en enero de 2018 tuvo que regresar mentalmente esta semana a la habitación del pánico en donde uno de ellos, Javier Gabarri, según relató, la violó y agredió durante 20 días.

María (nombre ficticio)relató esta semana en la Audiencia provincial  que se enfrentó cuando tenía 25 años al calvario de 20 días de confinamiento en el número 2 de la calle Dalia de la ciudad, donde gravita el particular universo del clan de los Madriles desde que fueron desterrados de Covadonga. Ahora, en otro lugar que no quiere ubicar, fuera de la ciudad, se enfrenta a otro calvario: aprender a estar en el presente.

A veces, lo consigue y disfruta de un paseo, la vida hogareña -"no soy niña de discotecas"-, la compañía de su familia, pequeñas fiestas de cumpleaños, las amigas y su trabajo como feriante. Pero el trauma por todo lo que allí soportó aun no está contenido en el pasado. Al recordar, durante la entrevista, irrumpe en tres ocasiones un llanto desconsolado que la deja sin aire. Sin palabras. Cuando se recupera, trata de disculparse: "Soy demasiado fuerte y guardo mucho para dentro; callo, no me expreso y a veces me vengo abajo". En terminología psiquiátrica, sufre "labilidad emocional".

"Me siento sucia por haber sido violada; todo el mundo te juzga y sientes que le has fallado al mundo"

El pasado miércoles, bajo el efecto de tres tranquimacines con receta médica, tuvo que rememorar en la sala de vistas en donde se juzgó a los seis miembros del clan cómo era su vida en "la casa del horror". Allí, según relató, fue violada en numerosas ocasiones por Javier Gabarri Jiménez (41 años), humillada  -la privó de comida, horas de sueño, la obligó a ingerir su vómito, la duchó en agua fría a manguerazos a cero grados, la obligó a robar y sufrió palizas diarias con palos y barras de hierro que la dejaron inconsciente-. Javier -apostilla- ejecutaba, pero el resto de la familia (los padres y tres hermanos) participó porque lo ayudaban o permitían. "Ana (la madre) me sujetó cuando me cortó el pelo o cuando me ahogaba con la manguera y fue la que me metió el bicarbonato en la boca", explica. 

En las fotos del sumario aparece con el cabello trasquilado y hematomas violetas, negros, verdes y amarillos por todo su cuerpo. En la barriga, marcas de los pellizcos que recibía para que se abriera de piernas. Cuando declaró en el juzgado llevaba  la huella de una cachava en su rodilla izquierda y en el costado. Hoy, las pequeñas cicatrices en las manos y la cabeza le recuerdan el momento en que opuso resistencia para que no la despojaran de una bonita melena azabache hasta la cintura de la que siempre presumía. Pero son las cicatrices interiores las más difíciles de curar. Para esas no hay posibles cataplasmas de miel y vinagre (las que le colocaron el día anterior al fin de su cautiverio para disimular los moratones).


Vivir con miedo


Cuando el 26 de enero del pasado año la madre del clan, Ana Jiménez, la entregó en la comisaría de la Policía Nacional, María iba sucia, olía mal y pesaba ocho kilos menos. Ahora su aspecto externo es otro: labios pintados de rojo, melena midi y ropa conjuntada. Sin embargo, hay algo que no cambió: sigue tan asustada como antes y sus ojos esmeralda "perdieron luz", dice. "Tengo muchísimo miedo;  no solo temo por mi vida sino por la de mi familia, por mis abuelos que me han criado, porque saben donde viven", asegura.

Ese temor es el que la echó de ciudad en la que siempre quiso vivir. Según comenta, uno de los hermanos, Alberto, con quien había salido seis meses en 2014, intentó contactar con ella a través de Facebook. También recibió extrañas visitas cuando trabajaba en una peluquería, un empleo que perdió por ese motivo. 

Aunque no quería denunciar -"la policía me convenció"- ahora no se arrepiente, y tiene palabras de agradecimiento para Sotelo, Vicente, Eva, los agentes que posibilitaron su liberación -"aunque esperaron demasiado"- y Ruth, su abogada.

Y se atreve a hablar porque se siente juzgada por haberse metido en la boca del lobo enrollándose con el chico malo de los Madriles. "Todo el mundo te juzga, me han llegado a decir que fue por mi culpa, piensan que eres una drogadicta (...), te sientes sucia por haber sido violada, sientes que le has fallado al mundo", confiesa llorando. Pero es ella, precisamente, la que pide justicia. No solo para calmar el temor a represalias sino "para evitar que vuelva a ocurrir". Javier -valora- es una persona "muy desequilibrada" que puede hacer daño a otras mujeres. 

Necesita aclarar algo: "Las únicas drogas y alcohol que tomé en mi vida fueron las que ellos me obligaron". "¿Tú crees que este es el aspecto de una drogadicta?'", pregunta. E insiste en que, aunque su vida no ha sido fácil desde niña y en un par de ocasiones se vio envuelta en asuntos legales de poco calado, "no soy conflictiva y tengo buen corazón".

En este punto de la conversación, surge uno de los reproches de la defensa: pudo escapar, un día antes de la entrega pactada con la policía, porque estaba a solas con  la matriarca del clan. "La gente mayor me da mucha pena, aunque ella es muy mala persona y no lo merecía, pero sabía que si lo hacía Javier la iba a matar porque vi cómo intentó apuñalarla y le quemó la cara", explica.

Solo en una única ocasión vio a su captor con otros ojos: la noche en la que se fue con él voluntariamente al hotel Altiana para mantener la única relación sexual consentida que reconoce. Entonces su carta de presentación fue otra: despojado de  la imagen carcelaria con la que se sentó en banquillo, escuchaba sin interrumpir y amenazar. "Fue un camelador alucinante; no tenía melena sino el pelo con gomina, bien vestido, súper  cordial", añade. Cree que toda aquella empatía que le brindó tenía un propósito: "Estoy convencida que la estaba preparando. Tal vez quisiera vengarse de mi tío, con el que tuvo problemas en prisión".

Hasta ese instante la vida de esta joven había estado jalonada de momentos duros como la pérdida de una hija recién nacida por muerte súbita o el maltrato de su marido, pero lo sucedido en la calle Dalia es imborrable. "A mí no me han asesinado como a otras mujeres pero llegué a desearlo para evitar ese calvario tanto tiempo; me ha matado en vida porque me la ha destrozado por completo, la mía y la de mi familia; nunca volverá a ser igual", asegura.

Su cabeza regresa en sueños a aquella  habitación del pánico con un colchón en el suelo, un banco de la calle y el espejo en la pared al que hablaba, como si hubiera otra persona, para pedirle a Dios que "me llevase porque ya no podía más". En la última imagen que conserva de la casa ve a Javier desconsolado declarándole amor. "Su madre me  apuntó su teléfono en un ticket de la compra y hasta tuve que darle un beso en la boca para que me dejara ir (...). Está pirado".

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