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Crónica
En todo el tiempo que llevamos encapsulados hemos pasado por todo tipo de etapas, salvo la de tolerantes, esa fase es aún desconocida. Lo que empezó como un gesto emotivo, para exorcizar los miedos, el de proyectar buen rollo con los aplausos de las ocho, remató con algunos haciendo del momento un gesto pesado, hedonista, con música de turbamulta lanzada a toda caña. Dos meses largos apostados en el balcón hasta que alguien, olvidando aquello de las retiradas a tiempo, se dio cuenta que aplaudía ya sólo.
En estos meses hemos aprendido casi de todo menos de modales. Nos manejamos con más o menos criterio alrededor del virus, incluso podríamos dar a más de un médico una pequeña charla o dar el pego, si llegara el momento. Lo de los modales viene por lo de siempre, por aquellos que para existir necesitan vislumbrar -o crear- un enemigo imaginario. Personas que proyectan en las calles el guerracivilismo continuo o el noventayochismo que aludía Unamuno, incluso en tiempos en que nos jugamos la vida y lo demás en cosas más valiosas que la patria y los colores. Para los unos y los otros, Voltaire: “La tolerancia no ha provocado nunca ninguna guerra, la intolerancia ha cubierto la tierra de matanza”. Por insistir...
La vida sigue, en los cafés, en las calles, en las colas; la más celebrada, la de del pulpo. Lo de la desescalada que empezó como los premios de la lotería, según han avanzado se asemejan a las exaltación de la amistad en las barras de bar, al menos tal como las conocíamos antes del covid. De los apretujones en las terrazas con las mascarillas de visera, hemos pasado a la exaltación de la amistad en las madrugadas, con la mascarilla en el mejor de los caos para echar los restos. Qué difícil dormir ya con la ventana abierta.
Citas con el pulpo en los mediodías del domingo.
Los bares y restaurantes se preparan para enmendar los rotos de estos meses, algunos como el Novelty, en la avenida de Zamora, lo han redecorado con un aplauso simbólico con el que agradecer el esfuerzo a todos aquellos que han puesto en ello su empeño y la salud.
El distanciamiento social se ha hecho norma. Y las mascarillas se han convertido en un obligado complemento, a pesar de las directrices veletas que nos han transmitido en esas soflamas televisadas de un Gobierno pensado para la gloria cuando lo que tocaba eran punzadas de puro dolor. La palabra y el apretón de manos -este dilapidado por el covid- han quedado para la historia. Con un apretón de manos, sin más rúbrica que los dedos entrelazados se han sellado infinidad de acuerdos. Las directrices del Gobierno en la pandemia quedaban pasadas al momento, “Tu amor es un periódico de ayer”, que rimaba el sonero Héctor Lavoe.
Fieles en la misa de doce en la Catedral.
Si las distancias en las terrazas -hasta diez alrededor de una mesa- parece una proximidad que invita, los fieles en las iglesias sienten la frialdad de los sillares en sus propias carnes. Con las distancias, las cintas separadoras, las mascarillas y hasta los salvapantallas convierten las misas en una práctica marciana. Y al rematar cada oficio toca desinfectar cada banco. Entre lo uno y lo otro, los fieles se olvidan hasta de dejar unas monedas en el cepillo, en la Catedral el deán lo recuerda, por si lo toman por costumbre.
Tras la misa del domingo en Santa Eufemia toca limpieza de los bancos.
A las mascarillas nos acabaremos acostumbrando, incluso con la chicharra de estas tierras. A ver si con una sombrilla.
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