Agorafobia, una de las huellas emocionales del confinamiento

Una chica confinada en casa mirando a través de la ventana.
photo_camera Una chica confinada en casa mirando a través de la ventana.
Hay quien dos años después todavía afronta con mucha angustia cada vez que tiene que salir de su casa

El 14 de marzo se cumplieron dos años de un día difícil de olvidar. España se sumergió en un estado de alarma y un confinamiento que impidió salir de casa durante casi tres meses, una situación que dejó huellas emocionales de las que muchos aún se siguen recuperando, incluido un miedo desproporcionado a salir de casa. A ese encierro le siguieron meses y meses de subidas y bajadas en el número de infectados, que conllevaron también más o menos limitaciones a las actividades que los ciudadanos podían hacer y que dificultaron mucho las relaciones sociales. Se calcula que, en el contexto de la pandemia, la depresión y la ansiedad se incrementaron en un 25%, según un estudio de The Lancet.

Hay quien dos años después todavía afronta con mucha angustia cada vez que tiene que salir de su casa. Aunque no hay datos disponibles, los expertos sostienen que en este tiempo crecieron los afectados por la agorafobia. Según explica la psicóloga clínica Inmaculada Villena, los pacientes tienen un miedo extremo a salir de casa porque ese es el entorno en el que se sienten seguros. Cuando piensan en salir, lidian con el nerviosismo, mareo o las náuseas que les causa el miedo a no poder escapar, a sentir vergüenza o incluso a morir.

Esas sensaciones las conocen bien los pacientes de agorafobia. Para Ángela la pandemia fue un mazazo añadido. Esta joven sevillana tuvo su primer episodio de agorafobia hace 7 años, cuando tenía 17. Empezó con mareos, nerviosismo, y una sensación constante de sentirse juzgada que le impidió seguir con rutinas como la de ir al instituto. “La cosa llegó a un punto en el que me costaba muchísimo salir de mi casa. No podía ir sola ni a comprar el pan. Me daba pánico vomitar, desmayarme, y que todo el mundo me mirara. Es un miedo irracional”, explica esta joven. Con ayuda médica logró normalizar su situación y gestionar poco a poco sus miedos, hasta que el confinamiento la volvió a zarandear: de repente-recuerda-vivía en el “paraíso”. Ya no tenía que hacer ningún esfuerzo para salir de casa porque estaba prohibido para todo el mundo. Pero cuando aquello terminó y todos los demás salieron a la calle sin problemas, Ángela volvió a tener la sensación de que irremediablemente algo malo le iba a pasar cuando salía de casa, de modo que sólo podía hacerlo acompañada. “Y no de cualquiera”, precisa, porque únicamente se atrevía a salir de la mano de su madre o de personas muy, muy cercanas. Ahora está bien, pero explica que en el momento en el que tiene un poco de ansiedad todo le supone un gran esfuerzo. “Me cuesta ir al supermercado, meterme en un centro comercial o ir a una fiesta con muchísima gente. Lo hago porque quiero tener una vida normal”, explica.

Sin control

Inmaculada Villena, psicóloga y codirectora de “Espacio Psicólogos”, asegura que prácticamente todas las personas se vieron dañadas de una manera u otra por el confinamiento, pero que esos tres meses afectaron de manera muy especial a quienes ya padecían antes problemas de salud mental. “En el primer momento no sabíamos lo que estaba pasando, estábamos todos encerrados y bastante asustados. Ese susto se agranda para quien ya antes tenía una patología previa como miedos, hipocondrías o trastornos obsesivos. El confinamiento los multiplicó por cien. ¿Cómo se desmonta en medio de la pandemia el pensamiento obsesivo de alguien que ya previamente no podía dejar de lavarse las manos?”, contextualiza esta psicóloga.

Esa misma sensación de “autoafirmación” tuvo Susana, una enfermera portuguesa de 35 años que lleva lidiando con trastornos de ansiedad y agorafobia casi una década. Los tres meses de confinamiento y en general la pandemia le causaron además depresión y estrés postraumático. “En ese momento era objetivo que era peligroso salir, porque había una pandemia y un virus que no sabíamos cómo se contagiaba, pero yo lo viví como un éxito, como si mi cabeza hubiese ido por delante de todos y el tiempo me estuviese dando la razón porque el propio Gobierno estaba pidiendo a la gente que no saliese de casa”, explica Susana.

Paradójicamente, cuando todos estábamos encerrados, ella tenía más fuerza para salir. “Sentía alivio. No había gente en la calle, no había tráfico, no había ruido, no había nada”, resume. El problema vino cuando terminó el estado de alarma y ya se podía salir a pasear. “Se habían reforzado mis ideas de que había peligro en la calle, me costaba andar con la mascarilla y me faltaba el aire por la ansiedad. Fue como volver a empezar otra vez”, resume.

Susana es enfermera de profesión. Intentó buscar trabajo y tuvo que lidiar con ataques de pánico y con la culpa porque solo pudo cumplir con él durante 15 días, y a costa de medicarse muchísimo. “Me decía a mí misma: soy una fracasada, no puedo aguantar un trabajo, no sirvo para nada, no tengo remedio y voy a estar así toda mi vida”, recuerda Susana, que ahora ya se encuentra un poco mejor.

Aunque a raíz de la pandemia se habla más de estas cuestiones, Susana y Ángela se quejan de haber sido estigmatizadas por padecer problemas de salud mental. “Hay gente que se cree a salvo de tener un trastorno de ansiedad, que cree que nunca en su vida le va a pasar”, lamenta Ángela, que lamenta haber recibido malas respuestas y malas caras por contar lo que le pasaba. También a Inmaculada Villena le sorprende muy positivamente que se hable de salud mental porque, explica, cree que eso está haciendo que mucha gente que está en su casa se sienta identificada y pida ayuda. “Estamos recibiendo muchísimas llamadas, hay una avalancha de gente que llama para ir a consulta, aquí y en todos los lados”, expone esta psicóloga. Un informe de la OMS recoge que casi 300 millones de personas sufren depresión en el mundo, el 4,4% de la población.


La falta de contacto social genera un clima depresivo entre la población

La psicóloga clínica Inmaculada Villena sostiene que la falta de contacto social, bien sea por el miedo o por los confinamientos, generó un clima social depresivo. “Casi todo el mundo, de alguna manera, ha estado afectado, mucho o poco. No quiere decir que cuando uno tenga ciertos síntomas de tristeza desarrolle un trastorno, pero sí ha habido un fondo depresivo y las ansiedades han aumentado muchísimo”, resume. Susana tiene ahora una discapacidad temporal y parcial y aspira a tener una vida mínimamente normal, lo que para ella es sinónimo de “no estar con la cabeza siempre a mil con la ansiedad y la angustia todo el tiempo y vivir de una forma más relajada, más liviana”.

Dos años después del confinamiento, Ángela asegura que se encuentra muy bien. Su psicóloga le dio el alta, pero ella sigue yendo voluntariamente a consulta. A día de hoy hay sitios que le siguen dando miedo. “Hay veces que me tengo que decir a mí misma: ‘Ostras, Ángela, respira hondo, venga, adelante, vamos que no pasa nada”, describe Ángela. Y a día de hoy lo consigue.

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